El día en que te fuiste…

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Papá, el día en que te fuiste no fue lunes. Fue un día al margen del tiempo…al margen de todo. Te desvaneciste como una estrella fugaz que deja un pequeño rastro…con una disimulada sonrisa dibujada en tu rostro. Tu alma escapó y yo experimenté la impotencia de no poder sostenerla entre mis dedos…de que todo fuese tan rápido…tan repentino, pero así no sufriste. Es como que hubieses decidido marcharte para no ser una carga o para no molestar. Aunque lo sabía, me negaba a aceptar la evidencia de que tu corazón se había apagado. A veces me preguntaba si, llegado el momento, llegaría a derramar alguna lágrima cuando te marcharas. El día en que te fuiste lloré por verte vulnerable. Realmente, estos últimos años estabas más frágil que nunca. Discutíamos pues tu impetuoso carácter y el mío, heredado del tuyo, chocaban casi siempre. El día en que te fuiste, mamá lloró mucho y descubrí en ese momento que, a pesar de vuestros enfados, os queríais de verdad. Luis también lloró. Recuerdo cuando hace poco me fui de viaje y lloraste diciéndome lo mucho que me querías. Papá, hoy te lo digo a ti: «Te quiero y siento no habértelo dicho ni habértelo demostrado más.» Creo que ahora, con la enfermedad incurable de los recuerdos que se pierden en el vacío, ya podrías haber olvidado todas las palabras del mundo que una estaría siempre en tus labios: «Gracias.» Mamá te duchaba. «Gracias.» Mamá te ayudaba a vestirte. «Gracias.» Mamá, Luis o yo te poníamos algo de cenar. «Gracias.» Y ahora, pese a que nunca te lo llegase a expresar…pese a nuestras habituales desavenencias, te doy las gracias por haber estado ahí a tu manera. Nuestra relación era especial. Amor y odio. Un tira y afloja particular. Me niego a que los malos recuerdos empañen los buenos. Recuerdo cuando íbamos Luis, tú y yo al campo a recoger el musgo para montar el belén con mamá en Navidad. Recuerdo esas tardes amarillas o grises en las que nos sentábamos a ver That’s English en el sofá de la sala de estar…o la anécdota que siempre nos contabas de cuando te quemaste con dos años… También cuando nos hablabas de las clases que impartías en Jaca y de tu pasión por el bosque y la naturaleza…una pasión que nos transmitiste al final de todo. Ojalá te hubiese preguntado más cosas. Perdona mi indiferencia a veces. Te recuerdo este último año intentando leer mi libro a pesar de que habías olvidado cómo hacerlo…o cuando jugabas con tus nietos en el jardín. Hoy, el pequeño Luis ha visto tus zapatos y ha preguntado por ti. Luis, su padre, ha llorado y yo también. Papá, tu ausencia se nota ahora en el espacio que antes ocupabas y también en tus palabras y silencios. Quiero que sepas, allá donde estés que nunca te olvidaré y que esto no es un adiós definitivo pues sé que nos volveremos a encontrar. Buen viaje…

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