Relaciones utilitarias. Relaciones de usar y tirar. Si no te suma, si no te sirve, deséchalo como un clínex. Me niego a ser una maldita cifra en tu ecuación. Mensajes de autoayuda. Mensajes de un positivismo alarmante, hipertrofiado de serotonina, sucedáneo de felicidad. Mensajes de egoísmo para egoístas y ególatras que temen amar y compartir su tiempo en esta era de prisas y sonrisas vacías. Basándonos en esta peligrosa idea tan comúnmente extendida en publicaciones en redes sociales, uno llega a la conclusión de que solo quien tenga algo que aportar, ese será aceptado y bienamado. Y esto solo corrobora una cosa: la aporofobia, el odio o animadversión al pobre, ya no solo desde un punto de vista económico, sino experiencial. Si no me aporta «experiencias» de frenética felicidad, no es suficiente. Lo paradójico de toda esta dichosa y preocupante actitud es que no siempre estaremos en la cresta de la ola, no siempre tendremos algo que aportar, no siempre sumaremos ni reiremos. Por lo tanto, ¿qué esperar en esos momentos de receso vital y mediocridad anímica ? Pues si seguimos el razonamiento lógico de los posts «buenrolleros», permanecer más solos que la una, al menos hasta que retorne la sonrisa y la alegría a nuestras vidas, porque sí, señores, vivimos en una happycracia absurda, en una dictadura contraproducente (en verdad, ¿qué dictadura no lo es?) en la que solo los individuos «seguros de sí mismos» (¡menuda coraza para ocultar inseguridades!) que rían y muestren un positivismo exacerbado y falseado (aunque por dentro estén hechos una mierda) podrán y estarán llamados a construir relaciones «sólidas». Miedo me da cuando descubran la terrible y desoladora verdad: que uno no siempre sumará. Ah, es verdad, me equivocaba. Esas relaciones durarán mientras sus miembros naden en ese estofado/menestra de alegría desmedida donde los problemas sean solo palabras sin existencia.
Categoría: Emociones
En el andén
En el andén de la vida
ves los trenes pasar.
Personas arrastradas
por la masa de personas.
Detenerse está mal visto.
Todo el mundo va con prisa.
«Debo vivir mi vida».
«Debo experimentar».
«Debo reír con entusiasmo».
«Debo».
«Debo».
«Debo».
Que el mundo lo sepa
que saqué la tesis
o que fui a Hong Kong
o que tengo un cuerpo escultural.
Adorad al nuevo dios,
Narciso musculado,
que solo amará
sus preciosos pectorales.
En su perfil/epitafio
una frase vacía dirá:
#Séfelizconloquetienes
Y en esa dictadura fatal
de sonrisas impostadas.
En esa happycracia
de felicidad enlatada
donde un like es un abrazo,
la epidemia de soledad
avanzará sigilosa
como el covid-19.
«Soy independiente
y libre», señalas orgulloso.
¿Independiente? ¿Libre?
¿De qué?
En el andén de la vida
ves los trenes pasar.
Personas arrastradas
por la masa de personas.
¿Donde va Vicente va la gente?
Yo nunca fui vicentista.
Y la gente me exige
avanzar y avanzar,
reír y reír.
Perdonadme,
yo me bajo en la estación.
Prefiero viajar sin nadie
que me ordene
cómo ser
y lo que hacer.
«Sólo un metro de distancia»: las heridas que arrastramos

Sólo un metro de distancia en el Fernán Gómez Centro Cultural de la Villa es una maravillosa a la par que necesaria obra que lleva al espectador a viajar por el cúmulo de emociones y sentimientos que experimenta la protagonista: alegría, tristeza, miedo, culpa, valentía… El texto de Antonio C. Guijosa plantea el tema de las cicatrices y demás secuelas psicológicas que arrastra una persona víctima de abusos sexuales en la infancia, pero lo hace con la honestidad suficiente como para no caer en el morbo o el dramatismo gratuito, alternando los momentos más alegres con los más duros y emotivos. Grandes interpretaciones de @anamayo @beatrizgrimaldos @murielsanchez_actrizycantante y @camilaviyuelagonzalez
PARADOJAS DEL MUNDO AL REVÉS

Asqueado y desengañado de tanto absurdo postureo y sinsentido, he decidido tomar una distancia prudencial (como solía hacer) respecto a cualquier ideología política y mental, sea del signo que sea. Y es que por encima de ideologías, por encima de banderas está la persona. No sé cómo reaccionar al ver a algunos defendiendo con tanto ahínco, pasión y efusividad la igualdad y el apoyo entre los miembros de un determinado colectivo (lgtbiq, etc.) o gremio (literario, pictórico, etc.) al mismo tiempo que les niegan esa visibilidad que reclaman a los que se supone que deberían apoyar, pero a los que lamentablemente consideran competencia en los juegos del hambre. Supongo que serán las paradojas del mundo al revés.
Pensar que en la actualidad las redes sociales han democratizado las posibilidades de triunfar mínimamente con la creación (investigadora y artística) propia es tan absurdo, falso e «ingenuo» como negar la pervivencia de la sociedad de clases o el infinito poder del dinero. Existen factores ajenos a la propia calidad de la obra que llevan a algunos— curiosa y paradójicamente a aquellos a los que se les llena la boca con el manido y políticamente correcto discurso de que los artistas debemos apoyarnos incondicionalmente entre nosotros—a invisibilizar y ningunear a los artistas emergentes, en definitiva, a los que intentamos sobrevivir en esta absurda vorágine de ególatras y narcisistas empedernidos, que solo buscan que les digas lo maravillosos y estupendos que son. Normalmente esos factores que condicionan el impacto y la repercusión que pueda alcanzar la obra son principalmente el dinero, el prestigio/titulitis (que conduce al amiguismo) y la envidia (que lleva a rechazar a aquellos que intentan darse a conocer sin ser todavía conocidos). En bastantes ocasiones, he podido comprobar y sufrir en mis carnes cómo a veces termina por imponerse una suerte de injusta selección natural basada en la maldad, en la idea de «no te voy a apoyar porque no eres conocido y no quiero que lo seas» o «no voy a darte me gusta a tu publicación, compartirla o simplemente darte la enhorabuena (a no ser que tengas ya prestigio, título, dinero o seguidores) porque eso aumentaría tu popularidad», y que en el fondo no hace sino poner en evidencia la profunda inmadurez, frustración, complejos y analfabetismo emocional de los que la practican.
Afortunadamente siempre afloran destellos de empatía y solidaridad en algunas personas (familiares, verdaderos amigos, conocidos e individuos mínimamente coherentes y consecuentes con aquello que dicen defender), que no te ven como un enemigo al que combatir/ignorar.
Quien te quiere, se alegrará de tus logros. Quien no, se entristecerá.
CICATRICES


Somos animales malheridos, surcados por un bosque de cicatrices. Pérdidas, fracasos, errores y desengaños. Somos animales malheridos que a veces olvidamos que las heridas son capaces de sanar. Solo se requieren tiempo y paciencia. Una vez curadas, nos empeñamos en ocultar nuestras marcas, en definitiva nuestras debilidades, porque tenemos miedo de mostrar nuestro talón de Aquiles, nuestra espalda de Sigfrido y que un día los demás puedan usar las palabras en nuestra contra para reabrir viejas cicatrices. Somos animales malheridos que olvidamos el amor. Y no me refiero al amor romántico. Me refiero a ese sentimiento que nos hace (de vez en cuando) desear lo mejor a los demás. Somos animales malheridos que vamos temerosos por la vida, mirando de reojo, con desconfianza, temerosos de dar sin recibir nada a cambio, temerosos de que nos cojan el brazo si damos la mano, temerosos de quedar por debajo, de que se puedan reír de nosotros. Somos animales malheridos.
«Patria»: una serie a la altura del libro

Que Patria (2016) de Fernando Aramburu es una de las mejores novelas españolas de los últimos tiempos es un hecho indiscutible por diversos motivos: en primer lugar, una prosa brillante y dinámica a base de oraciones y capítulos breves que hacen que la narración fluya de manera natural; en segundo lugar, el profundo conocimiento del alma humana que su autor demuestra tener al presentarnos la vida de diversos personajes, víctimas todos ellos del fanatismo ideológico.
Tal y como sucede en las novelas de Galdós, Aramburu nos presenta un mosaico de historias interconectadas (las de los miembros de dos familias enfrentadas) para conocer esa Historia (muchas veces tan fría e impersonal) que suele aparecer retratada en los libros de texto. Y es que, en ocasiones, la intrahistoria constituye la mejor manera de acercarse a la Historia, en este caso a los episodios concernientes al conflicto vasco, tema que, aprovechando el tirón del libro y la serie, nos ha regalado durante el confinamiento La línea invisible, creada por Mariano Barroso y disponible en Movistar+, sobre los asesinatos del guardia civil José Antonio Pardines y el inspector Melitón Manzanas (Antonio de la Torre) en el verano de 1968, episodios que marcaron un punto de inflexión en el devenir de la banda terrorista ETA al suponer el inicio de la lucha armada.
Volviendo con Aramburu, parecía improbable que la adaptación televisiva lograse estar a la altura de una obra que ha supuesto un hito dentro de nuestras letras y, aun así, Aitor Gabilondo (su creador) lo ha conseguido al haber sabido convertir en imágenes y con un elenco inmejorable ese drama poblado de personas que sufren, aman, odian y también perdonan, aunque a veces pueda parecer imposible una reconciliación.
Capgras o el devorador de sueños
Dicen que somos las personas a las que amamos y a las que odiamos, lo que comemos y lo que bebemos, los libros que leemos, las canciones que escuchamos, las películas que vemos y los lugares que visitamos. Somos los recuerdos de las experiencias vividas, incluso de aquellas que hubiésemos deseado vivir, pero nunca vivimos; también los recuerdos que desearíamos olvidar, pero no podemos. Los devoradores de sueños lo saben mejor que nadie.
Puede que sea alguien que conozcas o quizá no, pero él a ti sí. Te estará acechando como un fantasma en la sombra, rastreando cada uno de tus pasos y movimientos, lo que dices y cómo lo dices, lo que dejas de decir, lo que haces y cómo lo haces, lo que dejas de hacer. Suele ser gente frustrada y bastante acomplejada, repleta de inseguridades que esperan cubrir logrando éxitos, aplausos y reconocimientos. Una vez alcanzados, alardearán de títulos y cometerán el error de olvidar o fingir olvidar todos esos complejos que les frenaron en el pasado, porque no hay nada peor que olvidar nuestras raíces y las cicatrices que nos hicieron ser como somos.
Lo cierto es que, sea quien sea el devorador que te haya tocado, no te resultará difícil identificarlo, o puede que sí. A veces se camuflan extremadamente bien. El devorador envidia tu vida; quiere tener lo que tienes; ser como eres; pensar lo que piensas; soñar lo que sueñas; sentir lo que sientes; decir lo que dices; hablar como hablas. Ama tus gestos, tu anatomía imperfecta, pero no como podría desearlos un amante. En su caso, ese deseo es un hambre voraz de querer ser tú. Por eso se irá asemejando cada vez más a ti.
Todos en algún momento hemos atravesado esa fase de idealización de alguien a quien desearíamos parecernos: la fascinación. Sin embargo, el devorador irá un paso más. Leerá los libros que leas; escuchará la música que escuches; verá las películas que veas; tomará nota de tus sueños de escribir ese libro que tanto tiempo llevas planificando y deseará, como tú, iniciar una nueva vida en la capital al lado de tu chico. Te adulará. Se introducirá en tu círculo de amistades hasta robártelas. Un buen día, aprovechando tu ausencia, irá a tu casa y se autopresentará a tu pareja.
Cuando llegues, los encontrarás sentados en el sofá riendo, muy pegados. Hará bromas a tu costa. Se arrogará la medalla de haber vivido más experiencias a su lado que tú. Te hará sentir mal contigo mismo haciéndote creer que eres demasiado susceptible y algo celoso, pero los hechos hablarán por sí solos y, al cabo de los meses, cuando veas que tus amigos ya no son tus amigos sino los suyos, que tu novio ya no es tu novio sino el suyo, que ya no vive donde vivía sino en la capital, que es escritor de una novela cuya idea fue tuya, que lleva tu mismo peinado, tu misma ropa, que ya no responde a tus llamadas… entonces ya será demasiado tarde para demostrar la verdad: que tú eres tu auténtico yo y que ese otro es un vil impostor, un devorador de sueños, de esos mismos sueños que un día tú le confiaste inocentemente, así que mucho cuidado con a quien abres tu corazón. Nunca puedes estar seguro de encontrarte frente a un devorador y, cuando lo descubres, ya no hay solución.
Al leer estas palabras pensarás: ¿Y esto es un relato? En verdad, el relato es lo que imaginaste al tratar de identificar en tu vida al posible devorador: ¿Será mi amigo? ¿Mi jefe? ¿Esa persona con la que fui a clase? ¿Uno de mis seguidores de Instagram que ven todos mis stories, pero nunca interactúan? Tu respuesta es el nudo del relato. El texto que leíste, la introducción a esas preguntas/imágenes que proyectaste en tu mente. ¿La conclusión? Solo el tiempo lo dirá.
«Tenet»: cuando Bond y «Casablanca» conocieron los viajes en el tiempo
«Segundas partes nunca fueron buenas» es una sentencia que no siempre se cumple. Y ahí está Christopher Nolan para demostrarlo como ya hizo en su Trilogía del Caballero Oscuro, donde reinventó en clave realista y trágico-existencialista al icónico personaje de DC, sentando las bases de su personal estilo (visual, sonoro y narrativo).
En Tenet, el británico se rodea de un atractivo elenco de estrellas para contar una historia «clásica» de espías salpicada de viajes en el tiempo.
En su trama de espionaje resulta inevitable no pensar en 007. Ahí está el agente protagonista (John David Washington, hijo de Denzel Washington) que debe poner sus habilidades al servicio de Priya (Dimple Kapadia), una especie de M, para enfrentarse a un malo malísimo (encarnado por un soberbio y aterrador Kenneth Branagh) y evitar así la Tercera Guerra Mundial. En su camino no estará solo y contará con la ayuda de otro agente llamado Neil (Robert Pattinson) y de Kat, una elegantísima Elisabeth Debicki como femme fatale, actriz a la que muchos de nosotros descubrimos en 2013 en la excelente, excesiva y deslumbrante El Gran Gatsby de Baz Luhrman. Hablaba de la creación de Ian Flemming como referencia incuestionable, pero tampoco sería descabellado mencionar Casablanca e incluso Gilda en cuanto al conflicto personal que vive el protagonista. Y es que, más allá de la guerra que se pretende evitar o de todas esas persecuciones que cortan el aliento, Tenet no deja de ser una historia de amor «imposible» regida por los códigos del cine negro, con todo lo que ello implica. Eso en cuanto a la acción de espías, aunque si hablamos de viajes y paradojas temporales, son innumerables los ejemplos que nos vienen a la cabeza: La jetée, Regreso al futuro, Terminator, El efecto mariposa, 12 monos, Harry Potter y el prisionero de Azkaban, Looper, Al filo del mañana, Los cronocrímenes o Durante la tormenta.
¿Quiere esto decir que Tenet carezca de originalidad? En absoluto, pero tampoco es la novedosa historia que nos han querido vender. Y, sin embargo, ¿qué es lo que hace que nos parezca que sí lo es y que esta cinta se sitúe entre los mejores trabajos de Nolan y, por qué no decirlo, entre los grandes estrenos de este año? De hecho, no podría haber sido mejor el regreso a los salas tras el cierre al que obligó la dichosa pandemia —también añadiré y contradiciendo a algunos de mis compañeros que tampoco he echado demasiado de menos el ir al cine (lo que más, el olor a palomitas mezclado con ambientador) pues el confinamiento me ha permitido descubrir algunos clásicos que tenía pendientes en esa vorágine de estrenos incesantes, sobre todo, en lo que a las grandes plataformas de streaming se refiere. Nada nuevo hay bajo el sol y lo que hace de Nolan un director que, pese a enmarcarse en el blockbuster más comercial, no pierde su sello característico (al igual que les sucede a Fincher, Spielberg o Snyder) se debe al hecho de revestir todas sus historias con una «trascendencia» grandilocuente que queda reflejada tanto en los diálogos (a veces no llegamos ni siquiera a comprender del todo aquello de lo que hablan los personajes) como en la espléndida fotografía y en la banda sonora. Lo que podría verse como una cierta pedantería y afectación de estilo, se le perdona a un creador que no renuncia (salvo en la sobrevalorada y lenta Dunkerque) a su objetivo de entretener (para mí el fundamental de cualquier película que se precie (pese a ciera clase de esnobismo que se encarga de percibir y denunciar el entretenimiento como algo que reduce la calidad de un libro o una película). Al final, Tenet termina siendo una montaña rusa de emociones que te mantienen pegado a la butaca desde el primero hasta el último fotograma.
La finalidad del arte
Cuando se habla de la finalidad de la literatura en el instituto se nos explica que esta es la de conmover, entretener, hacer reflexionar, instruir, pero rara vez (por no decir, nunca), se nos cuenta que el fin del arte es trascender el tiempo para combatir así el insoportable (e inconsciente) miedo al olvido.
El ser humano teme desaparecer, esfumarse y que nadie lo recuerde. Por eso tiene hijos, por eso escribe, pinta o hace fotos. En el fondo, para que su descendencia, su obra le sobreviva. Ante la damnatio memoriae a la que pretenden condenarnos algunos, los envidiosos y el mismo e implacable tiempo, que no hace concesiones, los autores escribimos a pesar de ello, o tal vez sería más correcto decir «sobre todo por ello». Porque las palabras y los colores que empleamos contienen fragmentos de nosotros que trascienden el inexorable poder de Cronos.
Miguel Ángel, Cervantes, Shakespeare, Lope, Velázquez, Cánova, Gaudí, Zafón son recordados no por sí mismos sino por las obras que crearon. Escribiendo, pintando o esculpiendo se aseguraron su permanencia aun cuando sus vidas se extinguieron. En verdad, su existencia se prolongó a través de la tinta de generaciones que accedieron a esos mundos paralelos que crearon, trasunto de los suyos.
«Lo que más me gusta son los monstruos»: un bildungsroman pulp
Uno de los últimos fenómenos dentro del mundo del cómic ha sido Lo que más me gusta son los monstruos (2017) de Emil Ferris. Realizada íntegramente con boli Bic, esta novela gráfica (de la que queda por salir su segunda parte) se ambienta en Chicago durante la década de los 60. Karen Reyes, la protagonista de esta peculiar historia, es una niña empeñada en resolver el misterio que envuelve al asesinato de su vecina, la bella y enigmática Anka Silverberg, superviviente judía de la Alemania nazi.
La investigación llevará a Karen a conocer la traumática infancia de su vecina al mismo tiempo que tendrá que lidiar con el bullying, su orientación sexual, la relación con su hermano o la enfermedad de su madre. El libro no escatima los detalles más escabrosos, pero todo ello aparece tamizado desde la visión infantil al igual que sucedía en la novela El niño con el pijama de rayas de John Boyne o en la película Jojo Rabbit de Taika Waititi.
Con un estilo que homenajea las publicaciones pulp y las películas de terror de serie B, la obra nos enseña, como ya han hecho antes Stephen King (It) o Guillermo del Toro (La forma del agua), que los peores monstruos suelen ser los humanos y que a veces los monstruos (vampiros, licántropos, etc) son solamente seres incomprendidos que, al igual que Karen o Anka, buscan su lugar en el mundo.