«Patria»: una serie a la altura del libro

Cartel promocional de la serie en la madrileña plaza de Callao.

Que Patria (2016) de Fernando Aramburu es una de las mejores novelas españolas de los últimos tiempos es un hecho indiscutible por diversos motivos: en primer lugar, una prosa brillante y dinámica a base de oraciones y capítulos breves que hacen que la narración fluya de manera natural; en segundo lugar, el profundo conocimiento del alma humana que su autor demuestra tener al presentarnos la vida de diversos personajes, víctimas todos ellos del fanatismo ideológico.
Tal y como sucede en las novelas de Galdós, Aramburu nos presenta un mosaico de historias interconectadas (las de los miembros de dos familias enfrentadas) para conocer esa Historia (muchas veces tan fría e impersonal) que suele aparecer retratada en los libros de texto. Y es que, en ocasiones, la intrahistoria constituye la mejor manera de acercarse a la Historia, en este caso a los episodios concernientes al conflicto vasco, tema que, aprovechando el tirón del libro y la serie, nos ha regalado durante el confinamiento La línea invisible, creada por Mariano Barroso y disponible en Movistar+, sobre los asesinatos del guardia civil José Antonio Pardines y el inspector Melitón Manzanas (Antonio de la Torre) en el verano de 1968, episodios que marcaron un punto de inflexión en el devenir de la banda terrorista ETA al suponer el inicio de la lucha armada.
Volviendo con Aramburu, parecía improbable que la adaptación televisiva lograse estar a la altura de una obra que ha supuesto un hito dentro de nuestras letras y, aun así, Aitor Gabilondo (su creador) lo ha conseguido al haber sabido convertir en imágenes y con un elenco inmejorable ese drama poblado de personas que sufren, aman, odian y también perdonan, aunque a veces pueda parecer imposible una reconciliación.

«Diferente»: un cómic diferente

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Diferente (2019) es una propuesta de cómic interesantísima donde han participado 140 artistas. Con un guion a cargo de I.L. Escudero, el libro nos presenta a Jana, una chica cuya realidad no deja de cambiar por un trastorno/don que padece. Al final, el hecho de que cada página esté realizada por un artista diferente (con su particular estilo) funciona como un recurso metaficcional que ayuda al desarrollo de la trama para conocer la psicología de la protagonista.

Aunque la historia se desinfle y pierda fuelle en su tramo final, se trata de una obra destacada y original que guarda puntos en común con Don Quijote o la serie Undone (2019) creada por Bob-Waksberg y Purdy en cuanto al enfoque de los trastornos mentales. Y es que, ¿qué pasaría si la realidad que ven los «enfermos» mentales fuese la auténtica?

«The fade out»: Hollywood y la fábrica de los sueños rotos

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The fade out (2014-2016) de Ed Brubaker y Sean Philips es posiblemente uno de los mejores cómics que he leído en mi vida junto con Tintín, Maus, Persépolis y Murena. Con claras reminiscencias de la novela negra de James Elroy (La dalia negra), la historia nos sumerge en el Hollywood de 1948, un Hollywood de sombras donde no es oro todo lo que reluce. Allí conoceremos a Charlie Parish, un guionista en horas bajas de una película cuya actriz principal, Valeria Sommers, ha sido asesinada. A partir de ahí, el protagonista tratará de descubrir la verdad sacando a la luz los trapos sucios de la fábrica de los sueños. Quien haya disfrutado de la serie Hollywood de Ryan Murphy, disfrutará también con este acercamiento a la sordidez de una industria empeñada en ocultar las miserias de sus estrellas, en el fondo juguetes rotos que sufrieron abusos y las terribles secuelas de la guerra o la caza de brujas del senador McCarthy. Ante esto, muchos se refugiaron en el alcohol o en el sexo; otros, en ambos.

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En una época demasiado cansada de sufrir desgracias, el público prefería ver la vida falseada y «arreglada» de sus laureadas e inmaculadas estrellas. En ciertas ocasiones es, como si el mundo prefiriese vivir engañado  dentro de una descomunal mentira, sobre todo cuando la verdad es demasiado insoportable o cuando esta no se adapta a lo que ellos habían imaginado que tenía que ser.

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Coronavirus: tiempos de incertidumbre

18.738 muertos, 21.856 muertos, 22.524 muertos, 25.549 muertos, 50.243 muertos. Cifras sin nombres ni apellidos se acumulan en las listas de datos con las que somos bombardeados estos días. Cada mañana las naciones se disputan el privilegio por ver cuál de ellas ha amanecido con el menor número de víctimas.

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Hemos vuelto a una época de grandes incertidumbres, de eso no cabe duda. Y, sin embargo, necesitamos aferrarnos a la seguridad de las certezas, encontrar un motivo a toda esta desgracia que se ha cernido de repente sobre toda la humanidad, una desgracia, también hay que decirlo, que ha venido a sumarse a esa lista de desgracias que ya se vivían en otros países a través de guerras, bombardeos y otras pandemias, pero que solo cuando nos ha afectado de lleno a nosotros, que vivíamos seguros, aislados en nuestras esferas de cristal, solo entonces nos hemos dado cuenta de que la seguridad es algo cambiante y sujeto a circunstancias ajenas a nuestra voluntad.

Hemos vuelto a una época de incertidumbres (o quizá siempre hemos vivido en ella y esto ha servido solo para evidenciarlo) y justo cuando más certezas necesitamos, un abanico de incógnitas se abre ante nosotros, incógnitas alimentadas a través de bulos, mentiras y falseamiento de la realidad. Necesitamos buscar un propósito a todo este sufrimiento, un responsable al que poder culpar y no nos damos cuenta de que a veces el sufrimiento nos azota sin que exista una mano enemiga detrás.

Nadie sabía la que se nos venía encima, ¿o sí y este virus fue diseñado en un laboratorio? E incluso de dar crédito a esta teoría, considerada conspirativa por muchos, lo cierto es que nunca llegaremos a conocer la verdad absoluta, al menos no en este siglo por todos los intereses políticos y económicos que hay detrás. Y es que, al mismo tiempo que muchas personas asisten con dolor e impotencia al fallecimiento de sus seres queridos sin poderlos despedir, una guerra invisible se estaría «jugando», una guerra por ver cuál es la potencia que liderará el mundo del mañana. ¿Estados Unidos? ¿China? ¿Rusia? Todas ellas luchan ahora por ver cuál de ellas se hará con el ansiado trono del poder. Tranquilos, no me he fumado nada ni soy el primero que sugiere esto. Otras personas como el sociólogo y periodista Enrique de Vicente se aventuran a relacionar el origen de esta crisis con el 5G, la quinta y nueva generación de tecnología móvil que iba a ser dirigida por los países asiáticos. Que ya sé que esto suena muy a Cuarto Milenio, pero precisamente por eso: no olvidemos que cuando aquí nos seguíamos tomando a broma lo que pasaba en China, cuando todavía lo veíamos como algo demasiado lejano, Iker Jiménez y su equipo de colaboradores ya estaban alertando sobre los riesgos de ese virus cuyos efectos, nos atrevimos a asegurar sin tener la más remota idea, no serían más graves que los de una simple gripe.

A veces las desgracias nos golpean, irrumpen en nuestras vidas sin que podamos hallar una explicación que nos alivie y nos consuele. Como sucede en la magnífica serie The leftovers (2014-2017) creada por Damon Lindelof y Tom Perrotta para HBO, donde un buen día el 2 % de la población mundial se evapora sin que se sepa lo que ha podido pasar, llevando a algunos a refugiarse en teorías de abducción extraterrestre y conspiración gubernamental…actualmente esta crisis del coronavirus ha irrumpido en nuestras vidas. Cualquier explicación no bastará del todo para consolar a los miles de personas que han perdido a alguien sin haber podido despedirse. Somos frágiles y tremendamente vulnerables y este virus ha supuesto un jarro de agua fría a nuestro orgullo y prepotencia, pagándolo, también hay que decirlo, los más vulnerables e inocentes, aunque tampoco quiero decir «inocentes» con la boca demasiado grande pues ¿qué muerte está justificada? The leftovers es una asombrosa ficción dramática donde, a pesar de ofrecerse una explicación a ese misterio en su último episodio, toda ella juega a lo largo de sus tres temporadas con la incertidumbre y las dudas generadas sobre lo que pasó realmente.

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A veces la realidad no queda tan alejada de la ficción, llegando incluso a superarla. Un atentado terrorista, una desaparición sin resolver, una pandemia, una guerra, son tragedias ante las cuales, y por mucho que pase el tiempo, no estaremos nunca preparados del todo. Todas estas situaciones nos atacan mediante el dolor y la pérdida y es entonces cuando deberíamos permanecer más unidos que nunca sin importar la ideología política, el credo religioso o el lugar de procedencia. Sin embargo, no es menos cierto todavía, ojalá que me equivoque, que cuando todo esto haya pasado, volveremos a nuestra rutina olvidando lo esencial y es que la razón de la solidaridad «espontánea» obedece a que, de golpe y porrazo, todos nosotros nos hemos visto afectados, en mayor o menor medida, por esta situación. ¿Olvidaremos la generosidad de ahora? ¿Nos enzarzaremos en una guerra violenta de acusaciones que ojalá que no trascienda la dimensión de la palabra? Espero equivocarme y que prevalezca el sentido común por encima de cualquier exaltación . Esperemos que la Historia, con su testimonio, nos sirva de recordatorio de las horribles consecuencias que se derivan de las guerras donde nadie resulta vencedor ni vencido pues todos perdemos una parte de nuestra humanidad.

 

«Digimon» cumple 21 años

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Desde que el mundo cambió

estamos mucho más unidos,

con los digimons

luchamos juntos contra el mal.

¿Te suena de algo esta letra? Una de las series más míticas y queridas de mi infancia fue sin duda Digimon. Con una historia sobre un grupo de niños que terminaban en un mundo digital para protegerlo de las fuerzas del mal junto a sus compañeros digimon, el anime surgió en un contexto donde el impacto de Internet y las nuevas tecnologías comenzaba a ser cada más evidente. Su tema principal nos hablaba del poder de la amistad y tocaba otros como la redención, convirtiéndose en un referente indiscutible para muchos niños de finales de los 90, que descubrimos, casi por primera vez, que los malos también podían cambiar de bando. Si no, que se lo digan a Gatomon. He de reconocer que, aunque solo me enganché a las dos primeras temporadas, lo único que quería era salir del colegio para ver un nuevo capítulo mientras comía y poder vivir un día más una aventura digital junto a aquellos niños elegidos. ¡De eso hace ya 21 años!

Aquí os dejo el enlace a la página web oficial Digimon España donde podréis disfrutar de todos los capítulos completos y remasterizados.

«Onward»: una road movie de fantasía

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Acabo de salir del cine y todavía sigo emocionado después de ver esta hermosa fantasía épica con tintes de road movie que me ha tocado la patatilla, una película sobre una madre y sus dos hijos distanciados que buscan traer de vuelta al padre fallecido por un día. La animación de Dan Scanlon se ambienta en un mundo poblado por legendarias y mitológicas criaturas que han olvidado el poder de la magia a raíz de los avances tecnológicos, algo que me ha traído a la memoria el espléndido prólogo de La joven del agua (2006) de M. Night Shyamalan.

El viaje, como viene siendo habitual en este tipo de ficciones, les permite a los protagonistas sincerarse y ganar confianza en sí mismos. No cabe ninguna duda de que Disney Pixar conoce cada uno de los resortes necesarios para tocar la fibra sensible del espectador. En tres de sus últimos trabajos, Coco (2017), Onward (2020) y Soul (todavía por estrenar), el estudio se ha propuesto tocar un tema como la muerte con el fin de ahondar en las relaciones familiares, el mundo de los recuerdos y las cosas esenciales que olvidamos muchas veces. Una película muy recomendable para todas las edades.

«El hombre invisible»: el acosador fantasma

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En el libro II de La República, Platón presentó el mito del anillo de Giges, un objeto mágico capaz de otorgar la invisibilidad a su portador. Con ello pretendía reflexionar sobre cómo las personas, en el momento en que dejan de ser vigiladas, cometen injusticias. La idea ha servido de inspiración a numerosas obras posteriores como El Señor de los Anillos o el caso que nos ocupa.

La novela del británico H. G. Welles, maestro fundador de la ciencia ficción junto con Julio Verne en el siglo XIX, ha conocido diversas e interesantes relecturas cinematográficas entre las que merecería la pena destacar aquella de 1933 dirigida por James Whale y protagonizada por Claude Rains; la de Paul Verhoeven, El hombre sin sombra (2000) y la cinta de Leigh Whannell que comentaré a continuación.
Elisabeth Moss cuelga la cofia de criada para encarnar a Cecilia, una mujer víctima de la violencia de género que una noche decide abandonar a su esposo, Adrian (Oliver Jackson-Cohen). Meses después, recibe la noticia de que este se ha suicidado, pasando a ser la única heredera de la fortuna con una sola condición: que no la declaren incapacitada mental. Poco a poco, Cecilia empezará a sentir la presencia amenazante e invisible de Adrian, llegando a ponerse en tela de juicio su cordura y credibilidad de víctima, tema este que ya ha sido abordado en Luz que agoniza (1944) de George Cukor o en la serie de Netflix, Creedme, basada a su vez en un caso real de violación en el que la víctima fue acusada injustamente de haberse inventado la agresión.

De forma parecida a lo que ya han hecho otras ficciones como Sola en la oscuridad (1967), Los ojos de Julia (2010), La víctima perfecta (2011), Mientras duermes (2011), Hush (2016) o la serie You (2018), la película de Whannell nos sumerge en la vulnerabilidad e impotencia de una mujer que es acechada por un acosador (stalker) invisible. Lo que podría verse inicialmente como una estampa gratuita de violencia contra el sexo femenino termina siendo un alegato contra esa lacra que, por desgracia, sigue encabezando los titulares de algunas noticias, un cine social surgido con el propósito de concienciar sobre un tema aún vigente y cuyos precedentes más claros serían Nunca más (2002) de Michael Apted y, en nuestro país, el desgarrador relato de Te doy mis ojos (2003) de Icíar Bollaín.

La ficción de Whannell entroncaría además con un grupo de películas como Alien: el octavo pasajero (1979); La extraña que hay en ti (2007); Maléfica (2014); Tres anuncios a las afueras (2017); La noche de Halloween (2018); Terminator: destino oscuro (2019); Underwater (2020) o Aves de presa (y la fantabulosa emancipación de Harley Quinn) (2020), trabajos muy diferentes unos de otros, como es evidente, pero que comparten un clarísimo mensaje de empoderamiento femenino. En todos ellos, las mujeres pasan de ser meras víctimas indefensas de asesinos, acosadores y villanos despiadados a defensoras y valedoras de su propio destino que deciden tomarse la justicia por su mano. Ya no necesitan a un hombre que las rescate ni a ningún «héroe mesiánico» que las libere o que se sacrifique sino que ellas mismas se convierten en (anti)heroínas capaces de acometer cualquier peligro.
En un género como el del terror (concretamente en el slasher),  paradigma de ese uso reiterado del tópico de la mujer (scream queen) como ser pasivo que huía de su asaltante lanzando gritos, resulta relevante esa vuelta de tuerca que ha proliferado en las últimas décadas. Dos de los casos más significativos serían las ya citadas La noche de Halloween y Terminator: destino oscuro, secuelas directas de sus respectivos clásicos originales, donde sus protagonistas, heroínas ya maduras, se alejan de sus versiones juveniles de víctimas, sirviendo como claro ejemplo de ese necesario cambio de mentalidad que  ha experimentando la sociedad a raíz de la influencia de las corrientes feministas, aunque podrían rastrearse ejemplos de este tipo de heroínas en el campo de la literatura cuando no existía todavía una conciencia clara de lo que implicaba ser feminista. Así, en su conocido drama Fuenteovejuna (1619), Lope de Vega convirtió a Laurencia, víctima de los desmanes del comendador, en una mujer fuerte que no duda en acusar a su agresor.

Tanto Laurie Strode (Jamie Lee Curtis) como Sarah Connor (Linda Hamilton) han pasado de ser víctimas que huían a mujeres capaces de empuñar un arma de fuego para defenderse, de donde se extrae además una lectura a favor de la tenencia de armas, controvertida cuestión esta que sigue preocupando a la sociedad norteamericana. En ambas ficciones se produce una clara inversión de roles: el cazador se convierte en presa de su víctima.

En el caso de El hombre invisible, la primera mitad de metraje se mueve dentro de los esquemas tradicionales del thriller psicológico hasta desembocar en un segundo acto repleto de acción. Quizá sea en la primera mitad donde resida el mayor acierto de la película al basar esta toda la tensión en la sugerencia, de manera similar a lo que ya hizo en su momento Spielberg en Tiburón (1975), donde el espectador no conseguía ver al escualo hasta la segunda mitad de la trama. Al final, no es tanto lo que se ve sino lo que se cree que pueda haber, esa amenaza invisible y terrorífica que termina actuando como metáfora «real» de las secuelas que podría arrastrar una víctima de violencia de género o de cualquier otro tipo de experiencia traumática, temática que fue retratada magistralmente por Sean Durkin en Martha Marcy May Marlene (2011), cinta que seguía los pasos de una chica que había decidido salirse de una secta.

Como decía, la película cumple con creces su objetivo de tener al espectador con el corazón en un puño.

«La virgen de agosto»: verano en Madrid

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En bastantes narraciones literarias y cinematográficas aparecen personajes que deben realizar grandes viajes para encontrarse a sí mismos. Rara vez se cuenta que para hallarte no tienes que marcharte a la otra punta del mundo, amén de que para viajar, aunque parezca que no, se necesita dinero y no está la economía muy boyante que digamos, por mucho que en redes sociales veamos y expresemos lo contrario.
En La virgen de agosto, Jonás Trueba nos presenta a Eva (Itsaso Arana), una chica de treinta y tres años que decide pasar las vacaciones de verano en Madrid para intentar superar una ruptura sentimental de la que nunca se llega a hablar explícitamente. Uno de los rasgos que caracterizan esta admirable ficción es la mimesis o imitación de la cotidianidad, sustentada en la naturalidad de una insuperable Itsaso Arana y en un maravilloso elenco de secundarios (Isabelle Stoffel, Joe Manjón, Mikele Urroz, Vito Sanz, etc. ), elementos que logran situar a su director en la misma línea que otros cineastas como José Luis Guerín (En la ciudad de Sylvia La academia de las musas), Abdelatif Kechiche (La vida de Adele), Andrew Haigh (Weekend), Mia Hansen-Løve (Un amour de jeneusse), Olivier Ducastel y Jacques Martineu (Theo y Hugo, París 5:59), Richard Linklater (Antes de… y Boyhood), Matías Bize (En la cama y La vida de los peces), Carla Simón (Verano 1993), Carlos Marques Marcet (10000 KM), Fernando Colomo (Isla bonita) Cecilia Rico Clavellino (Viaje al cuarto de una madre), Arantxa Echevarría (Carmen y Lola) o Paco León (Carmina y Kiki), entre otros muchos. Todos estos trabajos, cada uno con su propia temática, se valen de un hiperrealismo (influido notablemente por la estética de la Nouvelle vague) que huye de los estereotipos para adentrarnos en la vida de individuos «corrientes».

La película de Trueba pone además sobre la mesa asuntos como la desorientación existencial (sin tener que recurrir por ello a las drogas), la falta de expectativas o el desencanto al percibir que las promesas que nos hicieron en la escuela eran falsas en su mayoría. Y es que, concluida la etapa estudiantil, irrumpe con una fuerza insospechada la vida real, esa misma cuyos miembros, los que ya están instalados, miran con recelo y algo de compasión, según se tercie, a quienes no han encontrado todavía su lugar, especialmente cuando se llega a una determinada edad y comienza el célebre interrogatorio «Anda, ¿no trabajas todavía? ¿y no tienes pareja? ¿pero qué estás haciendo con tu vida?» ; incluso a veces sucede que esos mismos que parecen tener respuestas para todo además de un «envidiable» puesto de trabajo se encuentran tan perdidos como el que más. Si no, que se lo pregunten a los personajes de El diario de Bridget Jones de Sharon Maguire, Young adult de Jason Reitman, Un otoño sin Berlín de Lara Izagirre, Las distancias de Elena Trapé, Last Christmas de Paul Feig, Vida perfecta de Leticia Dolera o Ana de día de Andrea Jaurrieta. En el caso de esta última propuesta, que hace un guiño al film de Buñuel, Belle de jour, es interesante observar el conflicto de identidad que experimenta su protagonista, en cierta forma similar al de Eva en La virgen de agosto, solo que desde la perspectiva fantástica/metafórica del doppelgänger y es que el miedo de Ana (Ingrid García Jonsson) a tomar decisiones y asumir compromisos/responsabilidades la lleva a desdoblarse en lo que los demás esperan que sea y lo que a ella le gustaría ser. Dicho dilema a la hora de decidir, y que forma parte de la esencia misma del ser humano, ha estado presente en infinidad de obras literarias, pudiendo destacarse el caso de Tres sombreros de copa de Miguel Mihura.

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Retomando el comienzo de esta reseña, existen infinitas maneras de descubrirte sin necesidad de desplazarte al otro extremo del planeta: te puedes encontrar en tu mismo pueblo o ciudad, caminando por sus calles, en una exposición, en mitad de una verbena, en una procesión, en la barra de un bar hasta las tantas, en tu casa, leyendo un libro, escribiendo, pintando, limpiando y ordenando, preparando la comida, viendo una peli, bajo el agua de la ducha, haciendo el amor, durmiendo, soñando… Te puedes encontrar de tantos modos, entre tantas aristas. Y quizá solo baste una decisión que no te atreves a tomar lo que te permita coger las riendas de tu vida para integrarte de nuevo en ese caótico ritmo del que decidiste apearte temporalmente para reflexionar.

En definitiva, La virgen de agosto es una joya rebosante de sencillez, sinceridad, delicadeza e intimismo que nos habla sobre la búsqueda de la propia identidad cuando, aparentemente, todos los demás ya saben lo que quieren. Eva deja de ser personaje para convertirse en una persona que duda, siente, disfruta, se enamora y decide en el caluroso y evocador agosto madrileño.

Judy y las sombras de Hollywood

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Judy constituye un estupendo y emocionante biopic para adentrarse en la cara más dura y amarga del Hollywood clásico, que iría desde los años 30 hasta los 60. Han sido tres los trabajos recientes que se han interesado en mostrar los entresijos de ese mundo: Mi semana con Marilyn (2011), de Simon Curtis, sobre las dificultades que surgieron en el rodaje de El príncipe y la corista; Hitchcock (2012) de Sacha Gervasi, que tomaba como punto de partida la grabación de Psicosis o la serie Feud (2017), creada por Ryan Murphy, donde se recreaba la célebre enemistad entre dos monstruos de la interpretación, Bette Davis y Joan Crawford, durante el rodaje de ¿Qué fue de Baby Jane?

En el caso de Judy, basada a su vez en el musical End of the Rainbow (2005) de Peter Quilter, la película de Rupert Goold nos sumerge en la gira de conciertos que la actriz ofreció en Londres seis meses antes de morir en 1969 a la temprana edad de 47 años, como consecuencia de una vida complicada y llena de excesos. La presión a la que fue sometida de nuevo unida a sus problemas de salud la llevaron a reencontrarse con todos aquellos traumas que arrastraba desde la infancia. Es aquí cuando, a través de los flashbacks, conocemos el infierno que debió vivir durante El mago de Oz (1939), donde fue sobreexplotada y sometida a un estricto control que la obligaba a alimentarse a base de pastillas para no engordar.

Renée Zellweger nos regala una poderosa y sincera interpretación encarnando a una estrella hastiada del glamour que sufre las cicatrices de una infancia robada, como también le pasó a Marisol (Pepa Flores). Muchas niñas querían ser ellas, la imagen idílica que proyectaban en pantalla, pero ninguna conocía la auténtica pesadilla que se ocultaba detrás de aquellas sonrisas.

Toda esa era dorada repleta de artistas mitificados por tantas y tantas generaciones de espectadores cinéfilos a las que les hicieron soñar con rascacielos y amores de ensueño, demostró también que, a veces, no es oro todo lo que reluce. La misma industria fue consciente de ello en esos años encontrando obras maestras como El crepúsculo de los dioses (1950) de Billy Wilder o Cautivos del mal (1952), de Vincente Minnelli, películas que, aun perteneciendo a esa mastodóntica maquinaria y viviendo de ella, se atrevieron a criticarla.

Teatro comprometido y entretenido

Hoy os traigo la primera parte de un fin de semana rico en cultura y reflexiones. Este post tiene que ver con la crítica teatral de dos propuestas inmejorables que combinan entretenimiento y compromiso social.

Solitudes: la soledad en la tercera edad

El viernes pude disfrutar en el Teatro Quijano de Ciudad Real de Solitudes, pieza de máscaras dirigida por Iñaki Rikarte que se alzó en 2018 con el Premio Max a mejor espectáculo de teatro. La obra se sirve del drama y el humor para ahondar en esa soledad a la que a menudo se condena a nuestros mayores cuando dejan de ser útiles, recordando por momentos a la novela gráfica Arrugas de Paco Roca (2007) que fue llevada al cine en 2011 por Ignacio Ferreras. Dentro del aislamiento que vive el protagonista a raíz de la muerte de su esposa, los recuerdos que conserva junto a ella se convierten en su particular y única forma de evasión. El anciano contará además con las visitas de su hijo y de su pasota nieta adolescente. Sin embargo, la incomunicación que hay entre ellos le llevará  buscar la amistad en una mosca que revolotea en la cocina o en una aspirante a prostituta que vive sometida por un chulo despiadado. El espectáculo prescinde de cualquier palabra y basa toda su potencia en el lenguaje no verbal, fundamentalmente en la música, las coreografías y la expresividad de las geniales máscaras diseñadas por Garbiñe Insausti.

#Malditos 16: la adolescencia herida


Por otro lado, el sábado tuve la doble suerte de asistir a la representación de #Malditos 16 de Coart+e Producciones dirigida por Quino Falero a partir del texto de Nando López y al posterior coloquio con el autor y los actores en el Teatro Galileo de Madrid.

Con un planteamiento que podría remitirnos a El club de los cinco (1985) de John Hughes, el drama de Nando aborda un tema delicado a la par que silenciado como el suicidio adolescente, que, no hay que olvidar, sigue siendo la segunda causa de muerte en personas con edades comprendidas entre los 15 y los 29 años según los datos proporcionados por la OMS. Partiendo de una minuciosa documentación (a base de entrevistas a supervivientes, familiares de las víctimas, psicólogos y psiquiatras), la pieza contiene elementos que la acercan a la ficción documental, técnica empleada en el montaje que vi hace unos meses de Jauría, la premiada obra con texto de Jordi Casanovas dirigida por Miguel del Arco, que reconstruye el mediático caso de la Manada a partir de la sentencia judicial y la transcripción de los testimonios obtenidos de la víctima y los acusados.

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Volviendo con #Malditos 16, la historia nos sirve para conocer el drama de Ali (Andrea Dueso), Dylan (Juan de Vera), Naima (Paula Muñoz) y Rober (Guillermo de los Santos), cuatro jóvenes que intentaron suicidarse. La obra se inicia cuando el equipo médico del hospital donde permanecieron ingresados, formado por Sergio (David Tortosa) y Violeta (Rocío Vidal), les ofrece participar en un taller para ayudar a adolescentes en su misma situación, lo cual les llevará a reabrir heridas y a reencontrarse con todos esos fantasmas del pasado que creían olvidados. El texto pretende evidenciar además un problema en absoluto desdeñable como es la falta de recursos que sufren algunos centros educativos pues, como decía el propio autor durante su intervención, es inconcebible, por ejemplo, que haya un solo orientador para mil alumnos. 

Y, si hablamos de suicidio adolescente, no podemos evitar enlazar con Por trece razones. Sin embargo, en palabras de Nando, lo que más diferencia su propuesta de la popular serie de Netflix es que en su obra nunca se llega a exhibir la violencia de forma explícita y, lo que es más importante, no se presenta el suicidio como una victoria sobre los agresores. En este sentido, el principal riesgo que corre la ficción creada por Brian Yorkey radica en mostrarnos a la víctima interactuando con el protagonista incluso cuando ella ya ha fallecido, lo cual puede llevar a una «idealización» de esa conducta por parte de algunos adolescentes, pero la triste realidad es que aquel que cumple su propósito no vuelve para contarlo. El suicidio no es un acto valiente o cobarde; es simplemente un acto multicausal, aclaró el escritor.

Ante realidades dolorosas como la depresión, el suicidio, el racismo, la homofobia, la transfobia, etc., la solución no consiste en ocultarlas o negarlas sino en abordarlas de frente para tomar conciencia de ellas y poder prevenirlas buscando soluciones constructivas al respecto. En una era digital de seres perfectos que vive a golpe de like, donde ir al psicólogo poco a poco deja de estar cada vez menos estigmatizado, la sociedad necesita más propuestas valientes como estas.

Aunque las dos obras que os he traído sean bastante diferentes tanto en apuesta formal como en contenido, ambas coinciden en ese compromiso social con los más vulnerables. Y es que la buena literatura, lejos de ser un panfleto, combina entretenimiento y reflexión.