Judy constituye un estupendo y emocionante biopic para adentrarse en la cara más dura y amarga del Hollywood clásico, que iría desde los años 30 hasta los 60. Han sido tres los trabajos recientes que se han interesado en mostrar los entresijos de ese mundo: Mi semana con Marilyn (2011), de Simon Curtis, sobre las dificultades que surgieron en el rodaje de El príncipe y la corista; Hitchcock (2012) de Sacha Gervasi, que tomaba como punto de partida la grabación de Psicosis o la serie Feud (2017), creada por Ryan Murphy, donde se recreaba la célebre enemistad entre dos monstruos de la interpretación, Bette Davis y Joan Crawford, durante el rodaje de ¿Qué fue de Baby Jane?
En el caso de Judy, basada a su vez en el musical End of the Rainbow (2005) de Peter Quilter, la película de Rupert Goold nos sumerge en la gira de conciertos que la actriz ofreció en Londres seis meses antes de morir en 1969 a la temprana edad de 47 años, como consecuencia de una vida complicada y llena de excesos. La presión a la que fue sometida de nuevo unida a sus problemas de salud la llevaron a reencontrarse con todos aquellos traumas que arrastraba desde la infancia. Es aquí cuando, a través de los flashbacks, conocemos el infierno que debió vivir durante El mago de Oz (1939), donde fue sobreexplotada y sometida a un estricto control que la obligaba a alimentarse a base de pastillas para no engordar.
Renée Zellweger nos regala una poderosa y sincera interpretación encarnando a una estrella hastiada del glamour que sufre las cicatrices de una infancia robada, como también le pasó a Marisol (Pepa Flores). Muchas niñas querían ser ellas, la imagen idílica que proyectaban en pantalla, pero ninguna conocía la auténtica pesadilla que se ocultaba detrás de aquellas sonrisas.
Toda esa era dorada repleta de artistas mitificados por tantas y tantas generaciones de espectadores cinéfilos a las que les hicieron soñar con rascacielos y amores de ensueño, demostró también que, a veces, no es oro todo lo que reluce. La misma industria fue consciente de ello en esos años encontrando obras maestras como El crepúsculo de los dioses (1950) de Billy Wilder o Cautivos del mal (1952), de Vincente Minnelli, películas que, aun perteneciendo a esa mastodóntica maquinaria y viviendo de ella, se atrevieron a criticarla.