«Lo que más me gusta son los monstruos»: un bildungsroman pulp

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Uno de los últimos fenómenos dentro del mundo del cómic ha sido Lo que más me gusta son los monstruos (2017) de Emil Ferris. Realizada íntegramente con boli Bic, esta novela gráfica (de la que queda por salir su segunda parte) se ambienta en Chicago durante la década de los 60. Karen Reyes, la protagonista de esta peculiar historia, es una niña empeñada en resolver el misterio que envuelve al asesinato de su vecina, la bella y enigmática Anka Silverberg, superviviente judía de la Alemania nazi.

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La investigación llevará a Karen a conocer la traumática infancia de su vecina al mismo tiempo que tendrá que lidiar con el bullying, su orientación sexual, la relación con su hermano o la enfermedad de su madre. El libro no escatima los detalles más escabrosos, pero todo ello aparece tamizado desde la visión infantil al igual que sucedía en la novela El niño con el pijama de rayas de John Boyne o en la película Jojo Rabbit de Taika Waititi.

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Con un estilo que homenajea las publicaciones pulp y las películas de terror de serie B, la obra nos enseña, como ya han hecho antes Stephen King (It) o Guillermo del Toro (La forma del agua), que los peores monstruos suelen ser los humanos y que a veces los monstruos (vampiros, licántropos, etc) son solamente seres incomprendidos que, al igual que Karen o Anka, buscan su lugar en el mundo.

«The fade out»: Hollywood y la fábrica de los sueños rotos

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The fade out (2014-2016) de Ed Brubaker y Sean Philips es posiblemente uno de los mejores cómics que he leído en mi vida junto con Tintín, Maus, Persépolis y Murena. Con claras reminiscencias de la novela negra de James Elroy (La dalia negra), la historia nos sumerge en el Hollywood de 1948, un Hollywood de sombras donde no es oro todo lo que reluce. Allí conoceremos a Charlie Parish, un guionista en horas bajas de una película cuya actriz principal, Valeria Sommers, ha sido asesinada. A partir de ahí, el protagonista tratará de descubrir la verdad sacando a la luz los trapos sucios de la fábrica de los sueños. Quien haya disfrutado de la serie Hollywood de Ryan Murphy, disfrutará también con este acercamiento a la sordidez de una industria empeñada en ocultar las miserias de sus estrellas, en el fondo juguetes rotos que sufrieron abusos y las terribles secuelas de la guerra o la caza de brujas del senador McCarthy. Ante esto, muchos se refugiaron en el alcohol o en el sexo; otros, en ambos.

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En una época demasiado cansada de sufrir desgracias, el público prefería ver la vida falseada y «arreglada» de sus laureadas e inmaculadas estrellas. En ciertas ocasiones es, como si el mundo prefiriese vivir engañado  dentro de una descomunal mentira, sobre todo cuando la verdad es demasiado insoportable o cuando esta no se adapta a lo que ellos habían imaginado que tenía que ser.

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Coronavirus: tiempos de incertidumbre

18.738 muertos, 21.856 muertos, 22.524 muertos, 25.549 muertos, 50.243 muertos. Cifras sin nombres ni apellidos se acumulan en las listas de datos con las que somos bombardeados estos días. Cada mañana las naciones se disputan el privilegio por ver cuál de ellas ha amanecido con el menor número de víctimas.

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Hemos vuelto a una época de grandes incertidumbres, de eso no cabe duda. Y, sin embargo, necesitamos aferrarnos a la seguridad de las certezas, encontrar un motivo a toda esta desgracia que se ha cernido de repente sobre toda la humanidad, una desgracia, también hay que decirlo, que ha venido a sumarse a esa lista de desgracias que ya se vivían en otros países a través de guerras, bombardeos y otras pandemias, pero que solo cuando nos ha afectado de lleno a nosotros, que vivíamos seguros, aislados en nuestras esferas de cristal, solo entonces nos hemos dado cuenta de que la seguridad es algo cambiante y sujeto a circunstancias ajenas a nuestra voluntad.

Hemos vuelto a una época de incertidumbres (o quizá siempre hemos vivido en ella y esto ha servido solo para evidenciarlo) y justo cuando más certezas necesitamos, un abanico de incógnitas se abre ante nosotros, incógnitas alimentadas a través de bulos, mentiras y falseamiento de la realidad. Necesitamos buscar un propósito a todo este sufrimiento, un responsable al que poder culpar y no nos damos cuenta de que a veces el sufrimiento nos azota sin que exista una mano enemiga detrás.

Nadie sabía la que se nos venía encima, ¿o sí y este virus fue diseñado en un laboratorio? E incluso de dar crédito a esta teoría, considerada conspirativa por muchos, lo cierto es que nunca llegaremos a conocer la verdad absoluta, al menos no en este siglo por todos los intereses políticos y económicos que hay detrás. Y es que, al mismo tiempo que muchas personas asisten con dolor e impotencia al fallecimiento de sus seres queridos sin poderlos despedir, una guerra invisible se estaría «jugando», una guerra por ver cuál es la potencia que liderará el mundo del mañana. ¿Estados Unidos? ¿China? ¿Rusia? Todas ellas luchan ahora por ver cuál de ellas se hará con el ansiado trono del poder. Tranquilos, no me he fumado nada ni soy el primero que sugiere esto. Otras personas como el sociólogo y periodista Enrique de Vicente se aventuran a relacionar el origen de esta crisis con el 5G, la quinta y nueva generación de tecnología móvil que iba a ser dirigida por los países asiáticos. Que ya sé que esto suena muy a Cuarto Milenio, pero precisamente por eso: no olvidemos que cuando aquí nos seguíamos tomando a broma lo que pasaba en China, cuando todavía lo veíamos como algo demasiado lejano, Iker Jiménez y su equipo de colaboradores ya estaban alertando sobre los riesgos de ese virus cuyos efectos, nos atrevimos a asegurar sin tener la más remota idea, no serían más graves que los de una simple gripe.

A veces las desgracias nos golpean, irrumpen en nuestras vidas sin que podamos hallar una explicación que nos alivie y nos consuele. Como sucede en la magnífica serie The leftovers (2014-2017) creada por Damon Lindelof y Tom Perrotta para HBO, donde un buen día el 2 % de la población mundial se evapora sin que se sepa lo que ha podido pasar, llevando a algunos a refugiarse en teorías de abducción extraterrestre y conspiración gubernamental…actualmente esta crisis del coronavirus ha irrumpido en nuestras vidas. Cualquier explicación no bastará del todo para consolar a los miles de personas que han perdido a alguien sin haber podido despedirse. Somos frágiles y tremendamente vulnerables y este virus ha supuesto un jarro de agua fría a nuestro orgullo y prepotencia, pagándolo, también hay que decirlo, los más vulnerables e inocentes, aunque tampoco quiero decir «inocentes» con la boca demasiado grande pues ¿qué muerte está justificada? The leftovers es una asombrosa ficción dramática donde, a pesar de ofrecerse una explicación a ese misterio en su último episodio, toda ella juega a lo largo de sus tres temporadas con la incertidumbre y las dudas generadas sobre lo que pasó realmente.

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A veces la realidad no queda tan alejada de la ficción, llegando incluso a superarla. Un atentado terrorista, una desaparición sin resolver, una pandemia, una guerra, son tragedias ante las cuales, y por mucho que pase el tiempo, no estaremos nunca preparados del todo. Todas estas situaciones nos atacan mediante el dolor y la pérdida y es entonces cuando deberíamos permanecer más unidos que nunca sin importar la ideología política, el credo religioso o el lugar de procedencia. Sin embargo, no es menos cierto todavía, ojalá que me equivoque, que cuando todo esto haya pasado, volveremos a nuestra rutina olvidando lo esencial y es que la razón de la solidaridad «espontánea» obedece a que, de golpe y porrazo, todos nosotros nos hemos visto afectados, en mayor o menor medida, por esta situación. ¿Olvidaremos la generosidad de ahora? ¿Nos enzarzaremos en una guerra violenta de acusaciones que ojalá que no trascienda la dimensión de la palabra? Espero equivocarme y que prevalezca el sentido común por encima de cualquier exaltación . Esperemos que la Historia, con su testimonio, nos sirva de recordatorio de las horribles consecuencias que se derivan de las guerras donde nadie resulta vencedor ni vencido pues todos perdemos una parte de nuestra humanidad.

 

«El garbancero»: hijo adoptivo de Madrid

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La segunda parte de este finde cultural tiene que ver con el escritor realista Benito Pérez Galdós (1843-1920). Aprovechando el centenario de su fallecimiento, la Biblioteca Nacional ha organizado una exposición que empezó el 1 de noviembre de 2019 y se podrá visitar hasta el 16 de febrero de 2020. La exhibición, titulada Benito Pérez Galdós. La verdad humana ofrece un ameno recorrido por su trayectoria vital y profesional.

Nacido en las Palmas de Gran Canaria, en su juventud se enamoró de su prima Sisita. Su madre (mujer autoritaria), temiendo que aquello fuese a más, lo mandó a estudiar Derecho a Madrid.  Al poco tiempo de llegar a la capital, abandonó la carrera para dedicarse al periodismo y a la escritura, sus dos grandes vocaciones.

Sus primeras novelas, La fontana de oro La sombra, publicadas en 1870, son un claro exponente del grandísimo escritor que llegaría a ser. Interesado por la cultura, Galdós entró en contacto con Francisco Giner de los Ríos, fundador de la Institución Libre de Enseñanza (proyecto que pretendía ofertar una educación al margen de la estatal) y viajó a París e Inglaterra; intentó plasmar su ideología liberal en sus textos lo cual le supuso recibir los ataques de Pereda y Menéndez Pelayo por considerarle un escritor crítico con el catolicismo.

En las obras del canario, los personajes ficcionales y sus dramas (intrahistoria) se entretejen con los hilos de los grandes eventos históricos del siglo XIX en España como la Guerra de Independencia o la Restauración Borbónica. Buena muestra de ello son Fortunata y Jacinta y la serie de Episodios Nacionales.

Sin embargo, no todo fue escribir para Galdós, quien también se dedicó a la política (siendo elegido diputado por Guayama (Puerto Rico)) y al amor. De hecho tuvo algún que otro romance, mereciendo ser destacada la relación con la escritora naturalista Emilia Pardo Bazán entre 1887 y 1890 (con la que llegó a mantener correspondencia que nos ha llegado hasta nuestros días y que nos hace pensar que aquello traspasó el mero intercambio de palabras) y con la modelo Lorenza Cobián, que fue la madre de la única hija reconocida del autor, María Pérez Galdós Cobián.

Si bien es cierto que Don Benito alcanzó y conoció el éxito en vida, sus últimos años estuvieron marcados por la ceguera que empezó a sufrir después de ser operado de cataratas lo cual le obligó a dictar sus novelas. Fue un firme candidato al Nobel en tres ocasiones, pero nunca lo recibió. Finalmente, en la madrugada del 4 de enero de 1920, falleció en compañía de su hija. El entierro terminó convirtiéndose en un auténtico acontecimiento social llegando a reunir a 30000 personas en las calles que salieron a despedir el coche fúnebre en su camino al cementerio de La Almudena, donde permanece enterrado.

mde Aunque a nadie actualmente se le ocurre cuestionar la relevancia  y la calidad del autor dentro de la historia de nuestra literatura, durante los años del franquismo fue relegado al olvido por su pensamiento liberal y por considerar algunos que su estilo era demasiado vulgar, lo cual hizo que se extendiese a nivel popular el apodo del «Garbancero» con el que le bautizó Valle-Inclán en Luces de bohemia (1920).

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La sección final de esta maravillosa exposición concluye con las adaptaciones cinematográficas de algunas de sus novelas  (¿Quién no se imagina hoy a Fortunata con el rostro de Ana Belén o a Tristana con el de Catherine Deneuve?) y con el testimonio de algunos personalidades del panorama literario actual, como Elvira Lindo, Care Santos, Antonio Muñoz Molina o Almudena Grandes, que se sienten herederos del modo de escribir galdosiano.

 

 

«Malasaña 32»: poltergeist a la madrileña

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A los enorgullecidos reticentes y alérgicos al cine patrio, que consideran que todas las historias son puras españoladas (con despelote incluido), humildemente les aconsejo que vean más películas en general y en especial las últimas que se están rodando, y es que, haciendo honor al título que pone nombre a este blog, en la variedad está el gusto. Así, en la cartelera (y las plataformas de streaming) conviven la comedia romántica (Requisitos para ser una persona normal), el musical (La llamada), el drama (La trinchera infinita), el thriller (Legado en los huesos) y el terror. Aunque, como casi en todo, este es un género donde hemos ido a la zaga de Hollywood, no debe olvidarse la maestría de ciertos cineastas como Narciso Ibáñez Serrador (La residencia), Alejandro Amenábar (Tesis), Juan Antonio Bayona (El orfanato), Guillem Morales (Los ojos de Julia) o Jaume Balagueró y Paco Plaza (con la saga Rec) que han sabido plasmar su sello personal.

Inspirándose parcialmente en hechos reales, Albert Pintó ha creado con Malasaña 32 una más que solvente película de terror a la vieja usanza. Sin duda, como ya han señalado muchos, resulta imposible no establecer paralelismos entre esta película y Verónica (2017) de Paco Plaza tanto a nivel de historia como de ambientación castiza donde pueden verse influencias del neorrealismo en ese reflejo de las penurias de una familia de pueblo que se traslada a vivir a la capital en busca de un futuro mejor a finales de los años 70. Esto permitirá a su director ofrecer una particular radiografía de la sociedad española durante la Transición bajo el prisma del terror sobrenatural como ya hizo Babak Anvari con la sociedad iraní de los años 80 en Under the shadow (2016).

A partir de esa premisa, la película sigue el esquema habitual del «cine de casas encantadas» en una historia que se nutre de algunos referentes clave del género como Poltergeist (1982) de Tobe Hooper (o Steven Spielberg (que legalmente por contrato no podía rodar otra película más ya que ese mismo año había filmado Et el extraterrestre)), Insidious (2010) y Expediente Warren (2013) de James Wan e incluso Alien: el octavo pasajero (1979) de Ridley Scott en esa mano emergiendo del televisor que recuerda al repulsivo viola-caras conocido como facehugger.

«Jojo Rabbit»: el nazismo visto a través de la óptica infantil

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Con un estilo que bebe de algunos planteamientos formales (encuadres, colores y ciertos diálogos repletos de humor negro) del cine de Quentin Tarantino (Malditos bastardos (2009)) y Wes Anderson (Moonrise kingdom (2012)), el neozelandés Taika Waititi evoca el reino de la infancia desde los ojos de un niño alemán, Jojo Betzler (auténtica joya la interpretación que nos regala el jovencísimo actor revelación Roman Griffin Davis).

Para Jojo las nociones del bien y del mal están comenzando a definirse, especialmente a partir del sorprendente descubrimiento de que su madre (Scarlett Johanson) oculta a una niña judía (Thomasin McKenzie) en el ático de la casa. Entre ambos muchachos irá estableciéndose un vínculo de amistad que llevará al pequeño a cuestionarse todas esas ideas que le han transmitido mediante la educación y la propaganda (geniales esos títulos de crédito iniciales donde se llega a equiparar el fervor que despertó Hitler con el fenómeno fan de los Beatles). Viendo la película, resulta imposible además no recordar otras amistades imposibles como la de El niño con el pijama de rayas La ladrona de libros.

No suele ser habitual que el punto de vista adoptado sea el del bando alemán, pudiendo citarse como ejemplos destacados, aparte de los ya mencionados, Sophie Scholl. Los últimos días (2005) de Marc Rothemund;  Lore (2012) de Cate Shortland o la miniserie Hijos del Tercer Reich (2013) de Philipp Kadelbach, y es que, un error en el que tiende a incurrir el cine a la hora de abordar el nazismo es el de meter en el mismo saco a toda la población alemana sin tener en cuenta las historias personales.

La película alterna los momentos más delirantes y absurdos con alguna secuencia dramática, pero sin llegar a recrearse jamás en la tristeza ni en la tragedia, pues como se nos dice al final en un poema de Rilke:

«Deja que todo te suceda:

belleza y terror.

Solo continúa.

Ningún sentimiento es definitivo.»

Efectivamente, ningún sentimiento es definitivo, ni siquiera el terror. De igual modo, las conversaciones que mantiene el protagonista con su ridículo amigo imaginario, Adolf Hitler (interpretado por el propio Waititi), apenas desentonan con el resto de la realidad que le rodea pues todo parece estar contagiado por su particular delirio infantil. Para Jojo, la imaginación resulta la única manera que tiene de enfrentarse a la realidad, al igual que le pasaba a Guido en La vida es bella (1997) o a Conor en Un monstruo viene a verme (2016).

No cabe duda de que la película pasará a integrar esa lista inabarcable de obras protagonizadas por seres quijotescos que terminan creando otra realidad fantástica y alternativa como vía de escape de la monótona, asfixiante y opresiva existencia. Estoy pensando en El espíritu de la colmena (1973) de Víctor Erice; Amélie (2001) de Jean Pierre Jeunet; Big Fish (2003) de Tim Burton; Tideland (2005) de Terry Gilliam; El laberinto del fauno (2006) de Guillermo del Toro; Odette, una comedia sobre la felicidad (2007) de Eric-Emmanuel Schmitt; Un puente hacia Tetabithia (2007) de Gábor Csupó; Sucker Punch (2011) de Zack Snyder; La habitación (2016) de Lenny Abrahamson; I kill giants (2017) de Anders Walter o la serie Maniac (2018) de Cary Fukunaga.


En definitiva, una ácida comedia con el fino y justo toque de dramatismo (sin resultar lacrimógeno) que nos habla sobre la infancia y esa transición o no al mundo de los adultos.

«1917»: épica inmersión en un campo de batalla

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Empezaré resaltando que no soy muy fan del género bélico para señalar a continuación, sin embargo, que apoyo las palabras de todos esos críticos y espectadores que han considerado 1917 como una de las mejores cintas de 2019. Sin duda, y posiblemente influenciado por algunos videojuegos, Sam Mendes ha creado una auténtica experiencia inmersiva en un campo de batalla desolado que pone la piel de gallina gracias a la épica y sobrecogedora banda sonora de Thomas Newman. Recordaré, además, que el año pasado nuestro cine nos dejó también otro magnífico ejemplo de inmersión (a escala diferente) en La trinchera infinita.

Rodada con la voluntad de ser un único plano secuencia, la película se convierte en la odisea vital de un soldado (reservado, pero magnífico, George MacKay al que descubrí en El secreto de Marrobone (2017) de Sergio G. Sánchez) en su camino por cumplir la misión que le han encomendado.

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Contemplando el horror de la Primera Guerra Mundial y sus trincheras, que el cine ha plasmado en otras obras como Senderos de gloria (1957); Caballo de batalla (2011); Testamento de juventud (2014) y ahora 1917, uno no puede dejar de interrogarse sobre el devastador (y a su vez inspirador) efecto que produjo en un jovencísimo Tolkien a la hora de diseñar su mágico y prolijo universo literario de la Tierra Media, como reflejó Dome Karukoski en su correcta, y en absoluto desdeñable, Tolkien (2019).

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El otro día comenté por un grupo de WhatsApp a propósito de una fotos sobre los incendios de Australia que compartieron que, pese al dolor que despertaban en mí, no podía dejar de apreciar la belleza de algunas de esas instantáneas, a lo cual una persona me increpó que no entendía qué podía ver yo de hermoso en una tragedia de semejante calibre. Entiéndaseme, ni soy pirómano ni me alegra lo que está sucediendo en aquel continente. Sin embargo, el arte, ya sea pictórico, musical, fotográfico o cinematográfico, es capaz de aislar una desgracia como esta o como la de una guerra hasta hacerla trascender. Piénsese en Los fusilamientos del 3 de mayo (1814) de Francisco de Goya, por ejemplo.

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«La trinchera infinita»: España vista desde la ventana indiscreta

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Sin lugar a dudas estamos ante una de las grandes películas del año junto con Joker de Todd Phillips y la inclasificable, pero brillante, Parásitos del surcoreano Bong Joon-ho, y que pasará a la historia tanto por su calidad técnica como de sus intérpretes. Al inicio de la guerra civil, en un pueblo andaluz, Higinio (imponente Antonio de la Torre) se convierte en un topo que, por temor a sufrir represalias, decide ocultarse en el sótano de su casa con la complicidad de Rosa, su mujer (magistral Belén Cuesta, que se corona con este trabajo como una grandísima y camaleónica actriz dotada tanto para el drama como para la comedia (recuérdense sus anteriores papeles en La llamada o en Paquita Salas)). Inspirada en hechos reales, a lo largo de sus 147 minutos asistiremos a 33 años de intrahistoria de una España atávica y primitiva donde el instinto de supervivencia asumirá el protagonismo.  

La trinchera infinita, que se mueve a medio camino entre el drama más descarnado y el thriller más inquietante, está narrada a través de la perspectiva de Higinio, quien al igual que Jeff/James Stewart en el clásico de Hitchcock, La ventana indiscreta (1954), actuará como un peeeping Tom o testigo invisible (a veces incluso con prismáticos) de la Historia y de la permanente amenaza de un vecino empeñado en demostrar que no ha muerto. Desde su refugio, Higinio observará con resignación pasar los años de su vida como una sombra junto a su sacrificada y resistente mujer. 

Rodadas las escenas iniciales con un estilo de cámara al hombro que nos recuerda a la sobrevalorada El hijo de Saúl (2015) del húngaro László Nemes, cinta inmersiva a los horrores de Auschwitz, todo lo que en aquella podía parecer excesivo y mareante, en esta resulta equilibrado. Como decía, el nerviosismo de los planos subjetivos y la oscuridad de la primera mitad de metraje dejan paso a movimientos de cámara calmados y a una gama de colores más luminosa en la segunda parte. Si bien es cierto que la historia del miedo durante la guerra y la posguerra ya se habían abordado anteriormente en novelas como Un largo silencio (2000) de Ángeles Caso o en películas como El laberinto del fauno (2006) de Guillermo del Toro, Los girasoles ciegos (2008) de José Luis Cuerda, La voz dormida (2011) de Benito Zambrano, o el reciente acercamiento a uno de los episodios más famosos de la España contemporánea en la necesaria (ahora más que nunca) Mientras dure la guerra (2019) de Alejandro Amenábar, lo que logra el film de Garaño, Arregui y Goenaga es sumergir literalmente al espectador en esa atmósfera opresiva donde todo lo que vemos, todo lo que oímos, es a través de los sentidos de Higinio, personaje con sus luces y sus sombras, al igual que su esposa, pero que por eso mismo resultan tan cercanos y tan humanos. Extraordinario y agobiante drama sobre el miedo y el paso del tiempo, tema este último que ya plantearon sus directores en Loreak (2014), aquella joya unánimemente alabada por la crítica, pero desconocida por muchos hoy, y que, desde aquí, reivindico encarecidamente; cinta de historias entrelazadas sobre el temor a olvidar a los muertos cuando pasa el tiempo.