«Lo que más me gusta son los monstruos»: un bildungsroman pulp

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Uno de los últimos fenómenos dentro del mundo del cómic ha sido Lo que más me gusta son los monstruos (2017) de Emil Ferris. Realizada íntegramente con boli Bic, esta novela gráfica (de la que queda por salir su segunda parte) se ambienta en Chicago durante la década de los 60. Karen Reyes, la protagonista de esta peculiar historia, es una niña empeñada en resolver el misterio que envuelve al asesinato de su vecina, la bella y enigmática Anka Silverberg, superviviente judía de la Alemania nazi.

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La investigación llevará a Karen a conocer la traumática infancia de su vecina al mismo tiempo que tendrá que lidiar con el bullying, su orientación sexual, la relación con su hermano o la enfermedad de su madre. El libro no escatima los detalles más escabrosos, pero todo ello aparece tamizado desde la visión infantil al igual que sucedía en la novela El niño con el pijama de rayas de John Boyne o en la película Jojo Rabbit de Taika Waititi.

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Con un estilo que homenajea las publicaciones pulp y las películas de terror de serie B, la obra nos enseña, como ya han hecho antes Stephen King (It) o Guillermo del Toro (La forma del agua), que los peores monstruos suelen ser los humanos y que a veces los monstruos (vampiros, licántropos, etc) son solamente seres incomprendidos que, al igual que Karen o Anka, buscan su lugar en el mundo.

Feliz día, mamá

A veces siento que solo cuando las personas se han marchado es cuando realmente reparamos en lo importantes que fueron para nosotros. Ojalá fuésemos más conscientes de ello. Ojalá hiciéramos una vez en la vida el ejercicio de escribir una carta a alguien a quien amamos de verdad como si fuera la última vez que nos dirigiésemos a él.

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Hoy ha sido el «Día de la Madre» y quiero decirte, mamá, que te quiero y que siempre te he querido aunque últimamente hayamos tenido nuestros más y nuestros menos, pero ¿qué madre y qué hijo no discuten? Hay algo más importante todavía y que no quisiera olvidarme de decirte en esta carta y es que sin ti hoy no estaría donde estoy y no sería como soy. Las mayores obviedades son verdades silenciadas y por eso quería decírtelo. Gracias por tantas cosas, pero sobre todo, por darme la vida.

Recuerdo alguna noche de mi infancia en que no podía conciliar el sueño por mi ansiedad y tú estabas ahí presente con alguna palabra, con algún silencio, sosteniéndome para que no me cayera en ese océano de miedos obsesivos. Recuerdo los sábados por la mañana cuando íbamos a comprar al supermercado y lo mucho que me gustaba recorrer los estantes de productos a tu lado. Recuerdo cuando nos paró aquel policía por ir en dirección prohibida y tú le dijiste que no nos podía multar porque era el día del amor fraterno. ¡El miedo que pasé entonces por imaginarnos en el calabozo aquel Jueves Santo y lo mucho que me río ahora al recordar ese episodio! Recuerdo los viajes por la carretera con papá, Luis y la abuela. Recuerdo nuestros paseos por aquel largo camino de tierra más allá del puente de hierro. Recuerdo tu miedo a que alguien me pudiera dañar algún día por decir ser cómo era y cómo aquel temor nos alejó durante un tiempo a pesar de seguir viviendo bajo el mismo techo. El tiempo revela las verdades tarde o temprano y el orgullo de ambos terminó cediendo ante el cariño. Recuerdo las anécdotas que me contabas de cuando ibas a la escuela, de cómo tuviste que empezar a trabajar desde bien joven junto a tus hermanos para poder ayudar en casa a la abuela.

Siempre has estado ahí, de una u otra manera. ¿Hemos discutido? Sí. ¿Nos hemos perdonado? También. ¿Hemos vuelto a discutir? ¡Pues claro que sí! ¿Nos hemos reído? Muchísimo. ¿Nos hemos querido? Infinito. Al final, ¿qué es la vida sino eso? ¿qué es una madre sino alguien que está ahí sin esperar recibir nada a cambio? Y tú lo has demostrado con creces, mamá, con tus virtudes y con tus defectos, pues no hay nadie perfecto, pero te quiero así como eres, con tus frases, con tus gestos, que también viven en mí. Por ello te digo, Feliz Día de la Madre.

El mito del vampiro

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Antes de que estallase toda esta extraña situación, cuando el coronavirus seguía siendo algo lejano y ajeno a nosotros, cuando todavía podíamos relacionarnos sin temor a contagiarnos, antes de que el aislamiento que intuía en la sociedad se convirtiese paradójicamente en una realidad para combatir la enfermedad, pude ver una exposición en CaixaForum Madrid titulada Vampiros. En ella se ofrecía un recorrido histórico por la evolución del mito de esta eterna criatura, un mito que, si bien se puede rastrear en el folclore y las supersticiones ancestrales de muchos pueblos, no sería hasta la literatura gótica del siglo XIX que proliferara su presencia, con la publicación de la novela que habría de marcar un hito en el panorama de la cultura: Drácula (1897) del irlandés Bram Stoker. Para componerla, el autor recurrió a dos personajes históricos, Vlad Tepes el Empalador (1431-1476) y la condesa sangrienta Isabel Báthory (1560-1614). Basándose en ellos y en leyendas populares, la novela (que luego fue adaptada al teatro por el mismo escritor en 1897) dejó fijadas algunas de las características fundamentales del vampiro que nos han llegado hasta nuestros días: incapacidad de reflejarse en los espejos, satanismo e insaciable sed de sangre para conservar la juventud. A pesar de que Drácula supone la cima del monstruo, dos obras habían sido publicadas con anterioridad, sirviendo de inspiración a Stoker: El vampiro (1819) de John William Polidori y Carmilla (1872) de Sheridan Le Fanu, referencias obligadas para todo aquel interesado en rastrear los orígenes y las fuentes del conde transilvano.

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Nuestro país tampoco fue ajeno a la presencia del vampiro y así uno de nuestros más renombrados artistas, Francisco de Goya, se aproximó al tema en algunos de los grabados que integran la serie de sus «Caprichos». En algunas de estas ilustraciones como El sueño de la razón produce monstruos, el aragonés representó los males derivados de la violencia como criaturas a medio camino entre los murciélagos y las estirges. Y, aunque no apareciese en la exposición, otro caso llamativo en nuestras letras por la «escasa repercusión» que tuvo  fue la publicación en 1960 de la novela Las historias naturales de Joan Perucho, magnífico y entretenido libro del que tuve conocimiento gracias a mi hermano. Con el trasfondo histórico de las guerras carlistas en la Terra Alta catalana del siglo XIX, la novela nos narra las aventuras del científico Antoni de Montpalau, al cual se le asigna la misión de acabar con el vampiro Onofre de Dip, que, incapaz de contener su sed de sangre, está sembrando el pánico en la región.

Si la literatura marcó la culminación del mito, el séptimo arte extendió y popularizó todavía más su imagen. En este sentido, y como se comentaba en uno de los carteles de la exposición, ¿no sería el cine, arte de la ilusión donde las estrellas no envejecen jamás, el arte vampírico por antonomasia? Dentro de todas las cintas que se han aproximado al personaje de Stoker, han sido dos las que han alcanzado mayor relevancia hasta el punto de que muchos de nosotros, si nos pidiesen que imagináramos al conde Drácula, seguramente pensaríamos en la sombra expresionista del Nosferatu de Murnau o en Béla Lugosi.

Todas estas películas y las que siguieron su estela incidieron en el carácter demoníaco del monstruo, pero habría que esperar todavía a los años 90 para ver en pantalla una interesante relectura de la figura como un antihéroe romántico con el clásico de Francis Ford Coppola de 1992 (en mi opinión la adaptación más fiel de Bram Stoker) y con Entrevista con el vampiro (1994) de Neil Jordan, basada a su vez en la novela homónima de Anne Rice, donde además se dejaba entrever un claro homoerotismo entre Lestat/Tom Cruise y Louis/Brad Pitt. El monstruo no perdería su sed de sangre, pero sí sufriría un proceso de humanización, de manera similar a lo que pasó con la relectura de la sirena que hizo Andersen en el siglo XIX, criatura que hasta entonces había significado la perdición del hombre.  Sin embargo, sería la popular saga Crepúsculo de Stephenie Meyer (por mucho que les pese a algunos (incluso a aquellos millenials que encumbraron tanto las novelas como las adaptaciones y ahora reniegan de ellas)) la que supondría la completa humanización del vampiro como héroe teen capaz de enamorar a una joven apocada, trasunto de muchas adolescentes que devoraban aquella historia actualizada de Romeo y Julieta en clave vampírico-licántropa con el sueño de ser ellas la nueva Bella Swan. El éxito se tradujo en una larga lista de obras que copiaban descaradamente el molde establecido por Meyer explotando la fórmula de la gallina de los huevos de oro. Aun así, dentro de ese agotamiento y aparente falta de originalidad de los que empezaba a adolecer el género (que incluso fue parodiado en Híncame el diente (2010) de Jason Friedberg y Aaron Seltzerg) podrían citarse algunos casos excepcionales y tremendamente llamativos como Déjame entrar (2008) de Tomas Alfredson y Solo los amantes sobreviven (2013) de Jim Jarmusch.

La atemporalidad del vampiro ha trascendido las fronteras puramente ficcionales sirviendo de metáfora política y social para denunciar por ejemplo los defectos del  sistema capitalista que oprime y desangra a sus ciudadanos o para incluir un mensaje de empoderamiento femenino como sucede en Una chica vuelve a casa sola de noche (2014) de Ana Lily Amirpour, donde una vampiresa justiciera recorre las calles de una ciudad iraní tratando de defender a todas esas mujeres que son atacadas por hombres.

Uno de los grandes atractivos de la exposición ha sido precisamente esa muestra sobre cómo las distintas épocas y generaciones se han aproximado de una u otra manera a un ser tan aterrador como seductor y atractivo.

Os dejo aquí uno de los paneles con los que finalizaba el recorrido lanzando una serie de preguntas para la reflexión.

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«El hombre invisible»: el acosador fantasma

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En el libro II de La República, Platón presentó el mito del anillo de Giges, un objeto mágico capaz de otorgar la invisibilidad a su portador. Con ello pretendía reflexionar sobre cómo las personas, en el momento en que dejan de ser vigiladas, cometen injusticias. La idea ha servido de inspiración a numerosas obras posteriores como El Señor de los Anillos o el caso que nos ocupa.

La novela del británico H. G. Welles, maestro fundador de la ciencia ficción junto con Julio Verne en el siglo XIX, ha conocido diversas e interesantes relecturas cinematográficas entre las que merecería la pena destacar aquella de 1933 dirigida por James Whale y protagonizada por Claude Rains; la de Paul Verhoeven, El hombre sin sombra (2000) y la cinta de Leigh Whannell que comentaré a continuación.
Elisabeth Moss cuelga la cofia de criada para encarnar a Cecilia, una mujer víctima de la violencia de género que una noche decide abandonar a su esposo, Adrian (Oliver Jackson-Cohen). Meses después, recibe la noticia de que este se ha suicidado, pasando a ser la única heredera de la fortuna con una sola condición: que no la declaren incapacitada mental. Poco a poco, Cecilia empezará a sentir la presencia amenazante e invisible de Adrian, llegando a ponerse en tela de juicio su cordura y credibilidad de víctima, tema este que ya ha sido abordado en Luz que agoniza (1944) de George Cukor o en la serie de Netflix, Creedme, basada a su vez en un caso real de violación en el que la víctima fue acusada injustamente de haberse inventado la agresión.

De forma parecida a lo que ya han hecho otras ficciones como Sola en la oscuridad (1967), Los ojos de Julia (2010), La víctima perfecta (2011), Mientras duermes (2011), Hush (2016) o la serie You (2018), la película de Whannell nos sumerge en la vulnerabilidad e impotencia de una mujer que es acechada por un acosador (stalker) invisible. Lo que podría verse inicialmente como una estampa gratuita de violencia contra el sexo femenino termina siendo un alegato contra esa lacra que, por desgracia, sigue encabezando los titulares de algunas noticias, un cine social surgido con el propósito de concienciar sobre un tema aún vigente y cuyos precedentes más claros serían Nunca más (2002) de Michael Apted y, en nuestro país, el desgarrador relato de Te doy mis ojos (2003) de Icíar Bollaín.

La ficción de Whannell entroncaría además con un grupo de películas como Alien: el octavo pasajero (1979); La extraña que hay en ti (2007); Maléfica (2014); Tres anuncios a las afueras (2017); La noche de Halloween (2018); Terminator: destino oscuro (2019); Underwater (2020) o Aves de presa (y la fantabulosa emancipación de Harley Quinn) (2020), trabajos muy diferentes unos de otros, como es evidente, pero que comparten un clarísimo mensaje de empoderamiento femenino. En todos ellos, las mujeres pasan de ser meras víctimas indefensas de asesinos, acosadores y villanos despiadados a defensoras y valedoras de su propio destino que deciden tomarse la justicia por su mano. Ya no necesitan a un hombre que las rescate ni a ningún «héroe mesiánico» que las libere o que se sacrifique sino que ellas mismas se convierten en (anti)heroínas capaces de acometer cualquier peligro.
En un género como el del terror (concretamente en el slasher),  paradigma de ese uso reiterado del tópico de la mujer (scream queen) como ser pasivo que huía de su asaltante lanzando gritos, resulta relevante esa vuelta de tuerca que ha proliferado en las últimas décadas. Dos de los casos más significativos serían las ya citadas La noche de Halloween y Terminator: destino oscuro, secuelas directas de sus respectivos clásicos originales, donde sus protagonistas, heroínas ya maduras, se alejan de sus versiones juveniles de víctimas, sirviendo como claro ejemplo de ese necesario cambio de mentalidad que  ha experimentando la sociedad a raíz de la influencia de las corrientes feministas, aunque podrían rastrearse ejemplos de este tipo de heroínas en el campo de la literatura cuando no existía todavía una conciencia clara de lo que implicaba ser feminista. Así, en su conocido drama Fuenteovejuna (1619), Lope de Vega convirtió a Laurencia, víctima de los desmanes del comendador, en una mujer fuerte que no duda en acusar a su agresor.

Tanto Laurie Strode (Jamie Lee Curtis) como Sarah Connor (Linda Hamilton) han pasado de ser víctimas que huían a mujeres capaces de empuñar un arma de fuego para defenderse, de donde se extrae además una lectura a favor de la tenencia de armas, controvertida cuestión esta que sigue preocupando a la sociedad norteamericana. En ambas ficciones se produce una clara inversión de roles: el cazador se convierte en presa de su víctima.

En el caso de El hombre invisible, la primera mitad de metraje se mueve dentro de los esquemas tradicionales del thriller psicológico hasta desembocar en un segundo acto repleto de acción. Quizá sea en la primera mitad donde resida el mayor acierto de la película al basar esta toda la tensión en la sugerencia, de manera similar a lo que ya hizo en su momento Spielberg en Tiburón (1975), donde el espectador no conseguía ver al escualo hasta la segunda mitad de la trama. Al final, no es tanto lo que se ve sino lo que se cree que pueda haber, esa amenaza invisible y terrorífica que termina actuando como metáfora «real» de las secuelas que podría arrastrar una víctima de violencia de género o de cualquier otro tipo de experiencia traumática, temática que fue retratada magistralmente por Sean Durkin en Martha Marcy May Marlene (2011), cinta que seguía los pasos de una chica que había decidido salirse de una secta.

Como decía, la película cumple con creces su objetivo de tener al espectador con el corazón en un puño.

«Mujercitas»: sabor a clásico con un toque feminista

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Greta Gerwig, una de las cineastas norteamericanas independientes más destacadas y reconocidas de los últimos años por haber protagonizado y escrito el guion de Frances Ha (2012) de Noah Baumbach (que este año ha estrenado la agridulce Historia de un matrimonio) o haber dirigido Lady Bird (2017), nos ofrece su trabajo más clásico y redondo hasta la fecha. Si las películas mencionadas, protagonizadas por mujeres de fuerte personalidad que sienten, actúan y dudan, eran fruto de una audaz e incisiva autorreflexión sobre episodios de su propia vida, en el caso de Mujercitas, la directora acude a la archiconocida novela de Louisa May Alcott para ofrecer su personal visión sin contradecir por ello la versión original, pero añadiendo un giro final inesperado y feminista, más acorde con la actualidad de los tiempos que corren, y que deja abierta la puerta a la libre interpretación que cada espectador pueda hacer: los habrá románticos y los habrá rompedores con lo establecido.
Resulta indudable que Mujercitas sea, junto con Cuento de Navidad, una de las historias asociadas por antonomasia a la Navidad, habiendo despertado el interés de numerosos realizadores que han sabido ver en ella su enorme potencial. George Cukor (1933), Mervyn LeRoy (1949) o Gillian Armstrong (1994) son solo algunos de los directores que trasladaron las andanzas de las hermanas March, aunque ninguno se había atrevido a mostrar antes a Jo como una mujer plenamente emancipada e interesada más por su faceta profesional como escritora que por el amor, algo que aquí aparece relegado a un lugar bastante secundario. Atención a esa escena en la que una ojiplática Saoirse Ronan observa con impaciencia la impresión de su novela como si aguardase el nacimiento de un bebé. Este año, además, hemos tenido la relectura Días de navidad, la agradable miniserie creada por Pau Freixas para la plataforma Netflix que, pese a sus irregularidades, consigue entretener además de haber logrado reunir en pantalla a actrices de la talla de Verónica Forqué, Charo López, Ángela Molina o Victoria Abril. Volviendo con Mujercitas, Greta Gerwig ha obtenido un resultado más que sobresaliente. Con una estructura narrativa no lineal a base de flashbacks, lo que ha podido desorientar y confundir a algunos espectadores a mí me ha resultado una interesante y original manera de abordar el relato conocido, un relato donde destaca el magnífico y perfecto duelo interpretativo sostenido entre Jo/Saoirse Ronan y Amy/Florence Pugh (que este año protagonizó la lisérgica y desasosegante Midsommar de Ari Aster). Una cinta ideal para disfrutar en estas fechas.