Coronavirus: tiempos de incertidumbre

18.738 muertos, 21.856 muertos, 22.524 muertos, 25.549 muertos, 50.243 muertos. Cifras sin nombres ni apellidos se acumulan en las listas de datos con las que somos bombardeados estos días. Cada mañana las naciones se disputan el privilegio por ver cuál de ellas ha amanecido con el menor número de víctimas.

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Hemos vuelto a una época de grandes incertidumbres, de eso no cabe duda. Y, sin embargo, necesitamos aferrarnos a la seguridad de las certezas, encontrar un motivo a toda esta desgracia que se ha cernido de repente sobre toda la humanidad, una desgracia, también hay que decirlo, que ha venido a sumarse a esa lista de desgracias que ya se vivían en otros países a través de guerras, bombardeos y otras pandemias, pero que solo cuando nos ha afectado de lleno a nosotros, que vivíamos seguros, aislados en nuestras esferas de cristal, solo entonces nos hemos dado cuenta de que la seguridad es algo cambiante y sujeto a circunstancias ajenas a nuestra voluntad.

Hemos vuelto a una época de incertidumbres (o quizá siempre hemos vivido en ella y esto ha servido solo para evidenciarlo) y justo cuando más certezas necesitamos, un abanico de incógnitas se abre ante nosotros, incógnitas alimentadas a través de bulos, mentiras y falseamiento de la realidad. Necesitamos buscar un propósito a todo este sufrimiento, un responsable al que poder culpar y no nos damos cuenta de que a veces el sufrimiento nos azota sin que exista una mano enemiga detrás.

Nadie sabía la que se nos venía encima, ¿o sí y este virus fue diseñado en un laboratorio? E incluso de dar crédito a esta teoría, considerada conspirativa por muchos, lo cierto es que nunca llegaremos a conocer la verdad absoluta, al menos no en este siglo por todos los intereses políticos y económicos que hay detrás. Y es que, al mismo tiempo que muchas personas asisten con dolor e impotencia al fallecimiento de sus seres queridos sin poderlos despedir, una guerra invisible se estaría «jugando», una guerra por ver cuál es la potencia que liderará el mundo del mañana. ¿Estados Unidos? ¿China? ¿Rusia? Todas ellas luchan ahora por ver cuál de ellas se hará con el ansiado trono del poder. Tranquilos, no me he fumado nada ni soy el primero que sugiere esto. Otras personas como el sociólogo y periodista Enrique de Vicente se aventuran a relacionar el origen de esta crisis con el 5G, la quinta y nueva generación de tecnología móvil que iba a ser dirigida por los países asiáticos. Que ya sé que esto suena muy a Cuarto Milenio, pero precisamente por eso: no olvidemos que cuando aquí nos seguíamos tomando a broma lo que pasaba en China, cuando todavía lo veíamos como algo demasiado lejano, Iker Jiménez y su equipo de colaboradores ya estaban alertando sobre los riesgos de ese virus cuyos efectos, nos atrevimos a asegurar sin tener la más remota idea, no serían más graves que los de una simple gripe.

A veces las desgracias nos golpean, irrumpen en nuestras vidas sin que podamos hallar una explicación que nos alivie y nos consuele. Como sucede en la magnífica serie The leftovers (2014-2017) creada por Damon Lindelof y Tom Perrotta para HBO, donde un buen día el 2 % de la población mundial se evapora sin que se sepa lo que ha podido pasar, llevando a algunos a refugiarse en teorías de abducción extraterrestre y conspiración gubernamental…actualmente esta crisis del coronavirus ha irrumpido en nuestras vidas. Cualquier explicación no bastará del todo para consolar a los miles de personas que han perdido a alguien sin haber podido despedirse. Somos frágiles y tremendamente vulnerables y este virus ha supuesto un jarro de agua fría a nuestro orgullo y prepotencia, pagándolo, también hay que decirlo, los más vulnerables e inocentes, aunque tampoco quiero decir «inocentes» con la boca demasiado grande pues ¿qué muerte está justificada? The leftovers es una asombrosa ficción dramática donde, a pesar de ofrecerse una explicación a ese misterio en su último episodio, toda ella juega a lo largo de sus tres temporadas con la incertidumbre y las dudas generadas sobre lo que pasó realmente.

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A veces la realidad no queda tan alejada de la ficción, llegando incluso a superarla. Un atentado terrorista, una desaparición sin resolver, una pandemia, una guerra, son tragedias ante las cuales, y por mucho que pase el tiempo, no estaremos nunca preparados del todo. Todas estas situaciones nos atacan mediante el dolor y la pérdida y es entonces cuando deberíamos permanecer más unidos que nunca sin importar la ideología política, el credo religioso o el lugar de procedencia. Sin embargo, no es menos cierto todavía, ojalá que me equivoque, que cuando todo esto haya pasado, volveremos a nuestra rutina olvidando lo esencial y es que la razón de la solidaridad «espontánea» obedece a que, de golpe y porrazo, todos nosotros nos hemos visto afectados, en mayor o menor medida, por esta situación. ¿Olvidaremos la generosidad de ahora? ¿Nos enzarzaremos en una guerra violenta de acusaciones que ojalá que no trascienda la dimensión de la palabra? Espero equivocarme y que prevalezca el sentido común por encima de cualquier exaltación . Esperemos que la Historia, con su testimonio, nos sirva de recordatorio de las horribles consecuencias que se derivan de las guerras donde nadie resulta vencedor ni vencido pues todos perdemos una parte de nuestra humanidad.

 

El mito del vampiro

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Antes de que estallase toda esta extraña situación, cuando el coronavirus seguía siendo algo lejano y ajeno a nosotros, cuando todavía podíamos relacionarnos sin temor a contagiarnos, antes de que el aislamiento que intuía en la sociedad se convirtiese paradójicamente en una realidad para combatir la enfermedad, pude ver una exposición en CaixaForum Madrid titulada Vampiros. En ella se ofrecía un recorrido histórico por la evolución del mito de esta eterna criatura, un mito que, si bien se puede rastrear en el folclore y las supersticiones ancestrales de muchos pueblos, no sería hasta la literatura gótica del siglo XIX que proliferara su presencia, con la publicación de la novela que habría de marcar un hito en el panorama de la cultura: Drácula (1897) del irlandés Bram Stoker. Para componerla, el autor recurrió a dos personajes históricos, Vlad Tepes el Empalador (1431-1476) y la condesa sangrienta Isabel Báthory (1560-1614). Basándose en ellos y en leyendas populares, la novela (que luego fue adaptada al teatro por el mismo escritor en 1897) dejó fijadas algunas de las características fundamentales del vampiro que nos han llegado hasta nuestros días: incapacidad de reflejarse en los espejos, satanismo e insaciable sed de sangre para conservar la juventud. A pesar de que Drácula supone la cima del monstruo, dos obras habían sido publicadas con anterioridad, sirviendo de inspiración a Stoker: El vampiro (1819) de John William Polidori y Carmilla (1872) de Sheridan Le Fanu, referencias obligadas para todo aquel interesado en rastrear los orígenes y las fuentes del conde transilvano.

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Nuestro país tampoco fue ajeno a la presencia del vampiro y así uno de nuestros más renombrados artistas, Francisco de Goya, se aproximó al tema en algunos de los grabados que integran la serie de sus «Caprichos». En algunas de estas ilustraciones como El sueño de la razón produce monstruos, el aragonés representó los males derivados de la violencia como criaturas a medio camino entre los murciélagos y las estirges. Y, aunque no apareciese en la exposición, otro caso llamativo en nuestras letras por la «escasa repercusión» que tuvo  fue la publicación en 1960 de la novela Las historias naturales de Joan Perucho, magnífico y entretenido libro del que tuve conocimiento gracias a mi hermano. Con el trasfondo histórico de las guerras carlistas en la Terra Alta catalana del siglo XIX, la novela nos narra las aventuras del científico Antoni de Montpalau, al cual se le asigna la misión de acabar con el vampiro Onofre de Dip, que, incapaz de contener su sed de sangre, está sembrando el pánico en la región.

Si la literatura marcó la culminación del mito, el séptimo arte extendió y popularizó todavía más su imagen. En este sentido, y como se comentaba en uno de los carteles de la exposición, ¿no sería el cine, arte de la ilusión donde las estrellas no envejecen jamás, el arte vampírico por antonomasia? Dentro de todas las cintas que se han aproximado al personaje de Stoker, han sido dos las que han alcanzado mayor relevancia hasta el punto de que muchos de nosotros, si nos pidiesen que imagináramos al conde Drácula, seguramente pensaríamos en la sombra expresionista del Nosferatu de Murnau o en Béla Lugosi.

Todas estas películas y las que siguieron su estela incidieron en el carácter demoníaco del monstruo, pero habría que esperar todavía a los años 90 para ver en pantalla una interesante relectura de la figura como un antihéroe romántico con el clásico de Francis Ford Coppola de 1992 (en mi opinión la adaptación más fiel de Bram Stoker) y con Entrevista con el vampiro (1994) de Neil Jordan, basada a su vez en la novela homónima de Anne Rice, donde además se dejaba entrever un claro homoerotismo entre Lestat/Tom Cruise y Louis/Brad Pitt. El monstruo no perdería su sed de sangre, pero sí sufriría un proceso de humanización, de manera similar a lo que pasó con la relectura de la sirena que hizo Andersen en el siglo XIX, criatura que hasta entonces había significado la perdición del hombre.  Sin embargo, sería la popular saga Crepúsculo de Stephenie Meyer (por mucho que les pese a algunos (incluso a aquellos millenials que encumbraron tanto las novelas como las adaptaciones y ahora reniegan de ellas)) la que supondría la completa humanización del vampiro como héroe teen capaz de enamorar a una joven apocada, trasunto de muchas adolescentes que devoraban aquella historia actualizada de Romeo y Julieta en clave vampírico-licántropa con el sueño de ser ellas la nueva Bella Swan. El éxito se tradujo en una larga lista de obras que copiaban descaradamente el molde establecido por Meyer explotando la fórmula de la gallina de los huevos de oro. Aun así, dentro de ese agotamiento y aparente falta de originalidad de los que empezaba a adolecer el género (que incluso fue parodiado en Híncame el diente (2010) de Jason Friedberg y Aaron Seltzerg) podrían citarse algunos casos excepcionales y tremendamente llamativos como Déjame entrar (2008) de Tomas Alfredson y Solo los amantes sobreviven (2013) de Jim Jarmusch.

La atemporalidad del vampiro ha trascendido las fronteras puramente ficcionales sirviendo de metáfora política y social para denunciar por ejemplo los defectos del  sistema capitalista que oprime y desangra a sus ciudadanos o para incluir un mensaje de empoderamiento femenino como sucede en Una chica vuelve a casa sola de noche (2014) de Ana Lily Amirpour, donde una vampiresa justiciera recorre las calles de una ciudad iraní tratando de defender a todas esas mujeres que son atacadas por hombres.

Uno de los grandes atractivos de la exposición ha sido precisamente esa muestra sobre cómo las distintas épocas y generaciones se han aproximado de una u otra manera a un ser tan aterrador como seductor y atractivo.

Os dejo aquí uno de los paneles con los que finalizaba el recorrido lanzando una serie de preguntas para la reflexión.

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«El hombre invisible»: el acosador fantasma

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En el libro II de La República, Platón presentó el mito del anillo de Giges, un objeto mágico capaz de otorgar la invisibilidad a su portador. Con ello pretendía reflexionar sobre cómo las personas, en el momento en que dejan de ser vigiladas, cometen injusticias. La idea ha servido de inspiración a numerosas obras posteriores como El Señor de los Anillos o el caso que nos ocupa.

La novela del británico H. G. Welles, maestro fundador de la ciencia ficción junto con Julio Verne en el siglo XIX, ha conocido diversas e interesantes relecturas cinematográficas entre las que merecería la pena destacar aquella de 1933 dirigida por James Whale y protagonizada por Claude Rains; la de Paul Verhoeven, El hombre sin sombra (2000) y la cinta de Leigh Whannell que comentaré a continuación.
Elisabeth Moss cuelga la cofia de criada para encarnar a Cecilia, una mujer víctima de la violencia de género que una noche decide abandonar a su esposo, Adrian (Oliver Jackson-Cohen). Meses después, recibe la noticia de que este se ha suicidado, pasando a ser la única heredera de la fortuna con una sola condición: que no la declaren incapacitada mental. Poco a poco, Cecilia empezará a sentir la presencia amenazante e invisible de Adrian, llegando a ponerse en tela de juicio su cordura y credibilidad de víctima, tema este que ya ha sido abordado en Luz que agoniza (1944) de George Cukor o en la serie de Netflix, Creedme, basada a su vez en un caso real de violación en el que la víctima fue acusada injustamente de haberse inventado la agresión.

De forma parecida a lo que ya han hecho otras ficciones como Sola en la oscuridad (1967), Los ojos de Julia (2010), La víctima perfecta (2011), Mientras duermes (2011), Hush (2016) o la serie You (2018), la película de Whannell nos sumerge en la vulnerabilidad e impotencia de una mujer que es acechada por un acosador (stalker) invisible. Lo que podría verse inicialmente como una estampa gratuita de violencia contra el sexo femenino termina siendo un alegato contra esa lacra que, por desgracia, sigue encabezando los titulares de algunas noticias, un cine social surgido con el propósito de concienciar sobre un tema aún vigente y cuyos precedentes más claros serían Nunca más (2002) de Michael Apted y, en nuestro país, el desgarrador relato de Te doy mis ojos (2003) de Icíar Bollaín.

La ficción de Whannell entroncaría además con un grupo de películas como Alien: el octavo pasajero (1979); La extraña que hay en ti (2007); Maléfica (2014); Tres anuncios a las afueras (2017); La noche de Halloween (2018); Terminator: destino oscuro (2019); Underwater (2020) o Aves de presa (y la fantabulosa emancipación de Harley Quinn) (2020), trabajos muy diferentes unos de otros, como es evidente, pero que comparten un clarísimo mensaje de empoderamiento femenino. En todos ellos, las mujeres pasan de ser meras víctimas indefensas de asesinos, acosadores y villanos despiadados a defensoras y valedoras de su propio destino que deciden tomarse la justicia por su mano. Ya no necesitan a un hombre que las rescate ni a ningún «héroe mesiánico» que las libere o que se sacrifique sino que ellas mismas se convierten en (anti)heroínas capaces de acometer cualquier peligro.
En un género como el del terror (concretamente en el slasher),  paradigma de ese uso reiterado del tópico de la mujer (scream queen) como ser pasivo que huía de su asaltante lanzando gritos, resulta relevante esa vuelta de tuerca que ha proliferado en las últimas décadas. Dos de los casos más significativos serían las ya citadas La noche de Halloween y Terminator: destino oscuro, secuelas directas de sus respectivos clásicos originales, donde sus protagonistas, heroínas ya maduras, se alejan de sus versiones juveniles de víctimas, sirviendo como claro ejemplo de ese necesario cambio de mentalidad que  ha experimentando la sociedad a raíz de la influencia de las corrientes feministas, aunque podrían rastrearse ejemplos de este tipo de heroínas en el campo de la literatura cuando no existía todavía una conciencia clara de lo que implicaba ser feminista. Así, en su conocido drama Fuenteovejuna (1619), Lope de Vega convirtió a Laurencia, víctima de los desmanes del comendador, en una mujer fuerte que no duda en acusar a su agresor.

Tanto Laurie Strode (Jamie Lee Curtis) como Sarah Connor (Linda Hamilton) han pasado de ser víctimas que huían a mujeres capaces de empuñar un arma de fuego para defenderse, de donde se extrae además una lectura a favor de la tenencia de armas, controvertida cuestión esta que sigue preocupando a la sociedad norteamericana. En ambas ficciones se produce una clara inversión de roles: el cazador se convierte en presa de su víctima.

En el caso de El hombre invisible, la primera mitad de metraje se mueve dentro de los esquemas tradicionales del thriller psicológico hasta desembocar en un segundo acto repleto de acción. Quizá sea en la primera mitad donde resida el mayor acierto de la película al basar esta toda la tensión en la sugerencia, de manera similar a lo que ya hizo en su momento Spielberg en Tiburón (1975), donde el espectador no conseguía ver al escualo hasta la segunda mitad de la trama. Al final, no es tanto lo que se ve sino lo que se cree que pueda haber, esa amenaza invisible y terrorífica que termina actuando como metáfora «real» de las secuelas que podría arrastrar una víctima de violencia de género o de cualquier otro tipo de experiencia traumática, temática que fue retratada magistralmente por Sean Durkin en Martha Marcy May Marlene (2011), cinta que seguía los pasos de una chica que había decidido salirse de una secta.

Como decía, la película cumple con creces su objetivo de tener al espectador con el corazón en un puño.

«El garbancero»: hijo adoptivo de Madrid

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La segunda parte de este finde cultural tiene que ver con el escritor realista Benito Pérez Galdós (1843-1920). Aprovechando el centenario de su fallecimiento, la Biblioteca Nacional ha organizado una exposición que empezó el 1 de noviembre de 2019 y se podrá visitar hasta el 16 de febrero de 2020. La exhibición, titulada Benito Pérez Galdós. La verdad humana ofrece un ameno recorrido por su trayectoria vital y profesional.

Nacido en las Palmas de Gran Canaria, en su juventud se enamoró de su prima Sisita. Su madre (mujer autoritaria), temiendo que aquello fuese a más, lo mandó a estudiar Derecho a Madrid.  Al poco tiempo de llegar a la capital, abandonó la carrera para dedicarse al periodismo y a la escritura, sus dos grandes vocaciones.

Sus primeras novelas, La fontana de oro La sombra, publicadas en 1870, son un claro exponente del grandísimo escritor que llegaría a ser. Interesado por la cultura, Galdós entró en contacto con Francisco Giner de los Ríos, fundador de la Institución Libre de Enseñanza (proyecto que pretendía ofertar una educación al margen de la estatal) y viajó a París e Inglaterra; intentó plasmar su ideología liberal en sus textos lo cual le supuso recibir los ataques de Pereda y Menéndez Pelayo por considerarle un escritor crítico con el catolicismo.

En las obras del canario, los personajes ficcionales y sus dramas (intrahistoria) se entretejen con los hilos de los grandes eventos históricos del siglo XIX en España como la Guerra de Independencia o la Restauración Borbónica. Buena muestra de ello son Fortunata y Jacinta y la serie de Episodios Nacionales.

Sin embargo, no todo fue escribir para Galdós, quien también se dedicó a la política (siendo elegido diputado por Guayama (Puerto Rico)) y al amor. De hecho tuvo algún que otro romance, mereciendo ser destacada la relación con la escritora naturalista Emilia Pardo Bazán entre 1887 y 1890 (con la que llegó a mantener correspondencia que nos ha llegado hasta nuestros días y que nos hace pensar que aquello traspasó el mero intercambio de palabras) y con la modelo Lorenza Cobián, que fue la madre de la única hija reconocida del autor, María Pérez Galdós Cobián.

Si bien es cierto que Don Benito alcanzó y conoció el éxito en vida, sus últimos años estuvieron marcados por la ceguera que empezó a sufrir después de ser operado de cataratas lo cual le obligó a dictar sus novelas. Fue un firme candidato al Nobel en tres ocasiones, pero nunca lo recibió. Finalmente, en la madrugada del 4 de enero de 1920, falleció en compañía de su hija. El entierro terminó convirtiéndose en un auténtico acontecimiento social llegando a reunir a 30000 personas en las calles que salieron a despedir el coche fúnebre en su camino al cementerio de La Almudena, donde permanece enterrado.

mde Aunque a nadie actualmente se le ocurre cuestionar la relevancia  y la calidad del autor dentro de la historia de nuestra literatura, durante los años del franquismo fue relegado al olvido por su pensamiento liberal y por considerar algunos que su estilo era demasiado vulgar, lo cual hizo que se extendiese a nivel popular el apodo del «Garbancero» con el que le bautizó Valle-Inclán en Luces de bohemia (1920).

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La sección final de esta maravillosa exposición concluye con las adaptaciones cinematográficas de algunas de sus novelas  (¿Quién no se imagina hoy a Fortunata con el rostro de Ana Belén o a Tristana con el de Catherine Deneuve?) y con el testimonio de algunos personalidades del panorama literario actual, como Elvira Lindo, Care Santos, Antonio Muñoz Molina o Almudena Grandes, que se sienten herederos del modo de escribir galdosiano.