«Tenet»: cuando Bond y «Casablanca» conocieron los viajes en el tiempo

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«Segundas partes nunca fueron buenas» es una sentencia que no siempre se cumple. Y ahí está Christopher Nolan para demostrarlo como ya hizo en su Trilogía del Caballero Oscuro, donde reinventó en clave realista y trágico-existencialista al icónico personaje de DC, sentando las bases de su personal estilo (visual, sonoro y narrativo).
En Tenet, el británico se rodea de un atractivo elenco de estrellas para contar una historia «clásica» de espías salpicada de viajes en el tiempo.

En su trama de espionaje resulta inevitable no pensar en 007. Ahí está el agente protagonista (John David Washington, hijo de Denzel Washington) que debe poner sus habilidades al servicio de Priya (Dimple Kapadia), una especie de M, para enfrentarse a un malo malísimo (encarnado por un soberbio y aterrador Kenneth Branagh) y evitar así la Tercera Guerra Mundial. En su camino no estará solo y contará con la ayuda de otro agente llamado Neil (Robert Pattinson) y de Kat, una elegantísima Elisabeth Debicki como femme fatale, actriz a la que muchos de nosotros descubrimos en 2013 en la excelente, excesiva y deslumbrante El Gran Gatsby de Baz Luhrman. Hablaba de la creación de Ian Flemming como referencia incuestionable, pero tampoco sería descabellado mencionar Casablanca e incluso Gilda en cuanto al conflicto personal que vive el protagonista. Y es que, más allá de la guerra que se pretende evitar o de todas esas persecuciones que cortan el aliento, Tenet no deja de ser una historia de amor «imposible» regida por los códigos del cine negro, con todo lo que ello implica. Eso en cuanto a la acción de espías, aunque si hablamos de viajes y paradojas temporales, son innumerables los ejemplos que nos vienen a la cabeza: La jetée, Regreso al futuroTerminator, El efecto mariposa, 12 monos, Harry Potter y el prisionero de Azkaban, Looper, Al filo del mañana, Los cronocrímenes o Durante la tormenta.

¿Quiere esto decir que Tenet carezca de originalidad? En absoluto, pero tampoco es la novedosa historia que nos han querido vender. Y, sin embargo, ¿qué es lo que hace que nos parezca que sí lo es y que esta cinta se sitúe entre los mejores trabajos de Nolan y, por qué no decirlo, entre los grandes estrenos de este año? De hecho, no podría haber sido mejor el regreso a los salas tras el cierre al que obligó la dichosa pandemia —también añadiré y contradiciendo a algunos de mis compañeros que tampoco he echado demasiado de menos el ir al cine (lo que más, el olor a palomitas mezclado con ambientador) pues el confinamiento me ha permitido descubrir algunos clásicos que tenía pendientes en esa vorágine de estrenos incesantes, sobre todo, en lo que a las grandes plataformas de streaming se refiere. Nada nuevo hay bajo el sol y lo que hace de Nolan un director que, pese a enmarcarse en el blockbuster más comercial, no pierde su sello característico (al igual que les sucede a Fincher, Spielberg o Snyder) se debe al hecho de revestir todas sus historias con una «trascendencia» grandilocuente que queda reflejada tanto en los diálogos (a veces no llegamos ni siquiera a comprender del todo aquello de lo que hablan los personajes) como en la espléndida fotografía y en la banda sonora. Lo que podría verse como una cierta pedantería y afectación de estilo, se le perdona a un creador que no renuncia (salvo en la sobrevalorada y lenta Dunkerque) a su objetivo de entretener (para mí el fundamental de cualquier película que se precie (pese a ciera clase de esnobismo que se encarga de percibir y denunciar el entretenimiento como algo que reduce la calidad de un libro o una película). Al final, Tenet termina siendo una montaña rusa de emociones que te mantienen pegado a la butaca desde el primero hasta el último fotograma.

«Fin de siglo»: breve encuentro en Barcelona

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Desde su preestreno mucho se había hablado de esta sencilla y perfecta pieza alabando su naturalidad y veracidad. Ayer pude por fin comprobarlo y he de decir que me encandiló profundamente desde el primero hasta el último de sus fotogramas. Fin de siglo sirve como una ventana de exploración a la forma en que discurren muchas vidas homosexuales hoy en día, desde las dudas iniciales hasta la plena aceptación de la orientación a lo largo de sus 84 minutos. La cinta de Lucio Castro posee elementos universales que permiten la inevitable identificación con alguno de sus dos protagonistas, pero sin renunciar por ello a contar de manera original una historia única donde seremos testigos de la hermosa relación entre Javi (Ramón Pujol) y Ocho (Juan Barberini), dos seres solitarios cuyas vidas parecen destinadas a cruzarse cada cierto tiempo en la monotonía de la ciudad de Barcelona.

Al igual que en Breve encuentro (1945) de David Lean, la trilogía Antes de… (1995-2004-2013) de Richard Linklater, En la cama (2005) de Matías Bize, Weekend (2011) de Andrew Haigh o Anomalisa (2015) de Charlie Kaufman y Duke Johnson, el romance deja paso a otros temas como las expectativas vitales y las decisiones que cuesta tomar por la falta de atrevimiento, todo ello con el trasfondo del inevitable devenir del tiempo, que transforma las vidas y las propias decisiones de los protagonistas y es que, al final, estas historias lanzan una pregunta incómoda a la que todos nosotros, homosexuales o heterosexuales, hemos tenido que enfrentarnos o habremos de hacerlo tarde o temprano: ¿la vida que llevo es la que realmente quiero? Y ante eso, la ficción nos ofrecen alternativas que comienzan por un osado ¿Y si…?

La odisea de Adú

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La cinta de Salvador Calvo constituye una desgarradora pero necesaria película de historias entrelazadas que muestra el drama de la inmigración a través de los ojos de diversos personajes: un activista medioambiental preocupado por salvar elefantes (Luis Tosar), su rebelde hija (Ana Castillo), un guardia civil que trabaja en la valla de Melilla (Álvaro Cervantes) y Adú (Moustapha Oumarou), el verdadero protagonista quien junto a Massar (Adam Nourou) intentará escapar de la cruda realidad de su país.
La «ficción» no disfraza episodios desagradables como el abuso y la prostitución infantil para que su mensaje social de denuncia quede más claro todavía, pero lo hace de manera elegante y sutil sin caer en la gratuidad y equilibrando los episodios más distendidos con los dramáticos hasta derivar en momentos verdaderamente emotivos, a lo cual contribuye también la magnífica banda sonora de Roque Baños.

Si El cuaderno de Sara (2018) de Norberto López Amado nos mostraba las consecuencias del tráfico del coltán, mineral con el que se elaboran nuestros teléfonos móviles, Adú dirige su mirada hacia la inmigración, incidiendo especialmente en los afectados más vulnerables, los niños, víctimas incuestionables de la violencia y de la pobreza, como ya hicieron Fernando Meirelles y Katia Lund en Ciudad de Dios (2002); Danny Boyle en Slumdog Millionaire (2009), Garth David en Lion (2016) o Nadine Labaki en Cafarnaúm (2018), y cuyos precedentes más antiguos en literatura podrían rastrearse en la narrativa picaresca de los siglos XVI y XVII o en la literatura realista del XIX de Charles Dickens (Oliver Twist) y Benito Pérez Galdós (Marianela), corrientes todas ellas preocupadas por dar voz a quienes no podían expresarse.
Acostumbrados a ver a diario en las noticias la triste realidad de personas saltando la valla en busca de un futuro mejor, al final hemos terminado desensibilizados, asumiendo la situación como algo normal y cotidiano dentro nuestra comodidad. En este sentido, el cine puede volver a hacernos tomar conciencia al ponerles nombre y cara a todas esas personas que sufren a diario la deshumanización de los que no saben cómo reaccionar.

«Onward»: una road movie de fantasía

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Acabo de salir del cine y todavía sigo emocionado después de ver esta hermosa fantasía épica con tintes de road movie que me ha tocado la patatilla, una película sobre una madre y sus dos hijos distanciados que buscan traer de vuelta al padre fallecido por un día. La animación de Dan Scanlon se ambienta en un mundo poblado por legendarias y mitológicas criaturas que han olvidado el poder de la magia a raíz de los avances tecnológicos, algo que me ha traído a la memoria el espléndido prólogo de La joven del agua (2006) de M. Night Shyamalan.

El viaje, como viene siendo habitual en este tipo de ficciones, les permite a los protagonistas sincerarse y ganar confianza en sí mismos. No cabe ninguna duda de que Disney Pixar conoce cada uno de los resortes necesarios para tocar la fibra sensible del espectador. En tres de sus últimos trabajos, Coco (2017), Onward (2020) y Soul (todavía por estrenar), el estudio se ha propuesto tocar un tema como la muerte con el fin de ahondar en las relaciones familiares, el mundo de los recuerdos y las cosas esenciales que olvidamos muchas veces. Una película muy recomendable para todas las edades.

«El hombre invisible»: el acosador fantasma

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En el libro II de La República, Platón presentó el mito del anillo de Giges, un objeto mágico capaz de otorgar la invisibilidad a su portador. Con ello pretendía reflexionar sobre cómo las personas, en el momento en que dejan de ser vigiladas, cometen injusticias. La idea ha servido de inspiración a numerosas obras posteriores como El Señor de los Anillos o el caso que nos ocupa.

La novela del británico H. G. Welles, maestro fundador de la ciencia ficción junto con Julio Verne en el siglo XIX, ha conocido diversas e interesantes relecturas cinematográficas entre las que merecería la pena destacar aquella de 1933 dirigida por James Whale y protagonizada por Claude Rains; la de Paul Verhoeven, El hombre sin sombra (2000) y la cinta de Leigh Whannell que comentaré a continuación.
Elisabeth Moss cuelga la cofia de criada para encarnar a Cecilia, una mujer víctima de la violencia de género que una noche decide abandonar a su esposo, Adrian (Oliver Jackson-Cohen). Meses después, recibe la noticia de que este se ha suicidado, pasando a ser la única heredera de la fortuna con una sola condición: que no la declaren incapacitada mental. Poco a poco, Cecilia empezará a sentir la presencia amenazante e invisible de Adrian, llegando a ponerse en tela de juicio su cordura y credibilidad de víctima, tema este que ya ha sido abordado en Luz que agoniza (1944) de George Cukor o en la serie de Netflix, Creedme, basada a su vez en un caso real de violación en el que la víctima fue acusada injustamente de haberse inventado la agresión.

De forma parecida a lo que ya han hecho otras ficciones como Sola en la oscuridad (1967), Los ojos de Julia (2010), La víctima perfecta (2011), Mientras duermes (2011), Hush (2016) o la serie You (2018), la película de Whannell nos sumerge en la vulnerabilidad e impotencia de una mujer que es acechada por un acosador (stalker) invisible. Lo que podría verse inicialmente como una estampa gratuita de violencia contra el sexo femenino termina siendo un alegato contra esa lacra que, por desgracia, sigue encabezando los titulares de algunas noticias, un cine social surgido con el propósito de concienciar sobre un tema aún vigente y cuyos precedentes más claros serían Nunca más (2002) de Michael Apted y, en nuestro país, el desgarrador relato de Te doy mis ojos (2003) de Icíar Bollaín.

La ficción de Whannell entroncaría además con un grupo de películas como Alien: el octavo pasajero (1979); La extraña que hay en ti (2007); Maléfica (2014); Tres anuncios a las afueras (2017); La noche de Halloween (2018); Terminator: destino oscuro (2019); Underwater (2020) o Aves de presa (y la fantabulosa emancipación de Harley Quinn) (2020), trabajos muy diferentes unos de otros, como es evidente, pero que comparten un clarísimo mensaje de empoderamiento femenino. En todos ellos, las mujeres pasan de ser meras víctimas indefensas de asesinos, acosadores y villanos despiadados a defensoras y valedoras de su propio destino que deciden tomarse la justicia por su mano. Ya no necesitan a un hombre que las rescate ni a ningún «héroe mesiánico» que las libere o que se sacrifique sino que ellas mismas se convierten en (anti)heroínas capaces de acometer cualquier peligro.
En un género como el del terror (concretamente en el slasher),  paradigma de ese uso reiterado del tópico de la mujer (scream queen) como ser pasivo que huía de su asaltante lanzando gritos, resulta relevante esa vuelta de tuerca que ha proliferado en las últimas décadas. Dos de los casos más significativos serían las ya citadas La noche de Halloween y Terminator: destino oscuro, secuelas directas de sus respectivos clásicos originales, donde sus protagonistas, heroínas ya maduras, se alejan de sus versiones juveniles de víctimas, sirviendo como claro ejemplo de ese necesario cambio de mentalidad que  ha experimentando la sociedad a raíz de la influencia de las corrientes feministas, aunque podrían rastrearse ejemplos de este tipo de heroínas en el campo de la literatura cuando no existía todavía una conciencia clara de lo que implicaba ser feminista. Así, en su conocido drama Fuenteovejuna (1619), Lope de Vega convirtió a Laurencia, víctima de los desmanes del comendador, en una mujer fuerte que no duda en acusar a su agresor.

Tanto Laurie Strode (Jamie Lee Curtis) como Sarah Connor (Linda Hamilton) han pasado de ser víctimas que huían a mujeres capaces de empuñar un arma de fuego para defenderse, de donde se extrae además una lectura a favor de la tenencia de armas, controvertida cuestión esta que sigue preocupando a la sociedad norteamericana. En ambas ficciones se produce una clara inversión de roles: el cazador se convierte en presa de su víctima.

En el caso de El hombre invisible, la primera mitad de metraje se mueve dentro de los esquemas tradicionales del thriller psicológico hasta desembocar en un segundo acto repleto de acción. Quizá sea en la primera mitad donde resida el mayor acierto de la película al basar esta toda la tensión en la sugerencia, de manera similar a lo que ya hizo en su momento Spielberg en Tiburón (1975), donde el espectador no conseguía ver al escualo hasta la segunda mitad de la trama. Al final, no es tanto lo que se ve sino lo que se cree que pueda haber, esa amenaza invisible y terrorífica que termina actuando como metáfora «real» de las secuelas que podría arrastrar una víctima de violencia de género o de cualquier otro tipo de experiencia traumática, temática que fue retratada magistralmente por Sean Durkin en Martha Marcy May Marlene (2011), cinta que seguía los pasos de una chica que había decidido salirse de una secta.

Como decía, la película cumple con creces su objetivo de tener al espectador con el corazón en un puño.

«La virgen de agosto»: verano en Madrid

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En bastantes narraciones literarias y cinematográficas aparecen personajes que deben realizar grandes viajes para encontrarse a sí mismos. Rara vez se cuenta que para hallarte no tienes que marcharte a la otra punta del mundo, amén de que para viajar, aunque parezca que no, se necesita dinero y no está la economía muy boyante que digamos, por mucho que en redes sociales veamos y expresemos lo contrario.
En La virgen de agosto, Jonás Trueba nos presenta a Eva (Itsaso Arana), una chica de treinta y tres años que decide pasar las vacaciones de verano en Madrid para intentar superar una ruptura sentimental de la que nunca se llega a hablar explícitamente. Uno de los rasgos que caracterizan esta admirable ficción es la mimesis o imitación de la cotidianidad, sustentada en la naturalidad de una insuperable Itsaso Arana y en un maravilloso elenco de secundarios (Isabelle Stoffel, Joe Manjón, Mikele Urroz, Vito Sanz, etc. ), elementos que logran situar a su director en la misma línea que otros cineastas como José Luis Guerín (En la ciudad de Sylvia La academia de las musas), Abdelatif Kechiche (La vida de Adele), Andrew Haigh (Weekend), Mia Hansen-Løve (Un amour de jeneusse), Olivier Ducastel y Jacques Martineu (Theo y Hugo, París 5:59), Richard Linklater (Antes de… y Boyhood), Matías Bize (En la cama y La vida de los peces), Carla Simón (Verano 1993), Carlos Marques Marcet (10000 KM), Fernando Colomo (Isla bonita) Cecilia Rico Clavellino (Viaje al cuarto de una madre), Arantxa Echevarría (Carmen y Lola) o Paco León (Carmina y Kiki), entre otros muchos. Todos estos trabajos, cada uno con su propia temática, se valen de un hiperrealismo (influido notablemente por la estética de la Nouvelle vague) que huye de los estereotipos para adentrarnos en la vida de individuos «corrientes».

La película de Trueba pone además sobre la mesa asuntos como la desorientación existencial (sin tener que recurrir por ello a las drogas), la falta de expectativas o el desencanto al percibir que las promesas que nos hicieron en la escuela eran falsas en su mayoría. Y es que, concluida la etapa estudiantil, irrumpe con una fuerza insospechada la vida real, esa misma cuyos miembros, los que ya están instalados, miran con recelo y algo de compasión, según se tercie, a quienes no han encontrado todavía su lugar, especialmente cuando se llega a una determinada edad y comienza el célebre interrogatorio «Anda, ¿no trabajas todavía? ¿y no tienes pareja? ¿pero qué estás haciendo con tu vida?» ; incluso a veces sucede que esos mismos que parecen tener respuestas para todo además de un «envidiable» puesto de trabajo se encuentran tan perdidos como el que más. Si no, que se lo pregunten a los personajes de El diario de Bridget Jones de Sharon Maguire, Young adult de Jason Reitman, Un otoño sin Berlín de Lara Izagirre, Las distancias de Elena Trapé, Last Christmas de Paul Feig, Vida perfecta de Leticia Dolera o Ana de día de Andrea Jaurrieta. En el caso de esta última propuesta, que hace un guiño al film de Buñuel, Belle de jour, es interesante observar el conflicto de identidad que experimenta su protagonista, en cierta forma similar al de Eva en La virgen de agosto, solo que desde la perspectiva fantástica/metafórica del doppelgänger y es que el miedo de Ana (Ingrid García Jonsson) a tomar decisiones y asumir compromisos/responsabilidades la lleva a desdoblarse en lo que los demás esperan que sea y lo que a ella le gustaría ser. Dicho dilema a la hora de decidir, y que forma parte de la esencia misma del ser humano, ha estado presente en infinidad de obras literarias, pudiendo destacarse el caso de Tres sombreros de copa de Miguel Mihura.

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Retomando el comienzo de esta reseña, existen infinitas maneras de descubrirte sin necesidad de desplazarte al otro extremo del planeta: te puedes encontrar en tu mismo pueblo o ciudad, caminando por sus calles, en una exposición, en mitad de una verbena, en una procesión, en la barra de un bar hasta las tantas, en tu casa, leyendo un libro, escribiendo, pintando, limpiando y ordenando, preparando la comida, viendo una peli, bajo el agua de la ducha, haciendo el amor, durmiendo, soñando… Te puedes encontrar de tantos modos, entre tantas aristas. Y quizá solo baste una decisión que no te atreves a tomar lo que te permita coger las riendas de tu vida para integrarte de nuevo en ese caótico ritmo del que decidiste apearte temporalmente para reflexionar.

En definitiva, La virgen de agosto es una joya rebosante de sencillez, sinceridad, delicadeza e intimismo que nos habla sobre la búsqueda de la propia identidad cuando, aparentemente, todos los demás ya saben lo que quieren. Eva deja de ser personaje para convertirse en una persona que duda, siente, disfruta, se enamora y decide en el caluroso y evocador agosto madrileño.

Judy y las sombras de Hollywood

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Judy constituye un estupendo y emocionante biopic para adentrarse en la cara más dura y amarga del Hollywood clásico, que iría desde los años 30 hasta los 60. Han sido tres los trabajos recientes que se han interesado en mostrar los entresijos de ese mundo: Mi semana con Marilyn (2011), de Simon Curtis, sobre las dificultades que surgieron en el rodaje de El príncipe y la corista; Hitchcock (2012) de Sacha Gervasi, que tomaba como punto de partida la grabación de Psicosis o la serie Feud (2017), creada por Ryan Murphy, donde se recreaba la célebre enemistad entre dos monstruos de la interpretación, Bette Davis y Joan Crawford, durante el rodaje de ¿Qué fue de Baby Jane?

En el caso de Judy, basada a su vez en el musical End of the Rainbow (2005) de Peter Quilter, la película de Rupert Goold nos sumerge en la gira de conciertos que la actriz ofreció en Londres seis meses antes de morir en 1969 a la temprana edad de 47 años, como consecuencia de una vida complicada y llena de excesos. La presión a la que fue sometida de nuevo unida a sus problemas de salud la llevaron a reencontrarse con todos aquellos traumas que arrastraba desde la infancia. Es aquí cuando, a través de los flashbacks, conocemos el infierno que debió vivir durante El mago de Oz (1939), donde fue sobreexplotada y sometida a un estricto control que la obligaba a alimentarse a base de pastillas para no engordar.

Renée Zellweger nos regala una poderosa y sincera interpretación encarnando a una estrella hastiada del glamour que sufre las cicatrices de una infancia robada, como también le pasó a Marisol (Pepa Flores). Muchas niñas querían ser ellas, la imagen idílica que proyectaban en pantalla, pero ninguna conocía la auténtica pesadilla que se ocultaba detrás de aquellas sonrisas.

Toda esa era dorada repleta de artistas mitificados por tantas y tantas generaciones de espectadores cinéfilos a las que les hicieron soñar con rascacielos y amores de ensueño, demostró también que, a veces, no es oro todo lo que reluce. La misma industria fue consciente de ello en esos años encontrando obras maestras como El crepúsculo de los dioses (1950) de Billy Wilder o Cautivos del mal (1952), de Vincente Minnelli, películas que, aun perteneciendo a esa mastodóntica maquinaria y viviendo de ella, se atrevieron a criticarla.

Teatro comprometido y entretenido

Hoy os traigo la primera parte de un fin de semana rico en cultura y reflexiones. Este post tiene que ver con la crítica teatral de dos propuestas inmejorables que combinan entretenimiento y compromiso social.

Solitudes: la soledad en la tercera edad

El viernes pude disfrutar en el Teatro Quijano de Ciudad Real de Solitudes, pieza de máscaras dirigida por Iñaki Rikarte que se alzó en 2018 con el Premio Max a mejor espectáculo de teatro. La obra se sirve del drama y el humor para ahondar en esa soledad a la que a menudo se condena a nuestros mayores cuando dejan de ser útiles, recordando por momentos a la novela gráfica Arrugas de Paco Roca (2007) que fue llevada al cine en 2011 por Ignacio Ferreras. Dentro del aislamiento que vive el protagonista a raíz de la muerte de su esposa, los recuerdos que conserva junto a ella se convierten en su particular y única forma de evasión. El anciano contará además con las visitas de su hijo y de su pasota nieta adolescente. Sin embargo, la incomunicación que hay entre ellos le llevará  buscar la amistad en una mosca que revolotea en la cocina o en una aspirante a prostituta que vive sometida por un chulo despiadado. El espectáculo prescinde de cualquier palabra y basa toda su potencia en el lenguaje no verbal, fundamentalmente en la música, las coreografías y la expresividad de las geniales máscaras diseñadas por Garbiñe Insausti.

#Malditos 16: la adolescencia herida


Por otro lado, el sábado tuve la doble suerte de asistir a la representación de #Malditos 16 de Coart+e Producciones dirigida por Quino Falero a partir del texto de Nando López y al posterior coloquio con el autor y los actores en el Teatro Galileo de Madrid.

Con un planteamiento que podría remitirnos a El club de los cinco (1985) de John Hughes, el drama de Nando aborda un tema delicado a la par que silenciado como el suicidio adolescente, que, no hay que olvidar, sigue siendo la segunda causa de muerte en personas con edades comprendidas entre los 15 y los 29 años según los datos proporcionados por la OMS. Partiendo de una minuciosa documentación (a base de entrevistas a supervivientes, familiares de las víctimas, psicólogos y psiquiatras), la pieza contiene elementos que la acercan a la ficción documental, técnica empleada en el montaje que vi hace unos meses de Jauría, la premiada obra con texto de Jordi Casanovas dirigida por Miguel del Arco, que reconstruye el mediático caso de la Manada a partir de la sentencia judicial y la transcripción de los testimonios obtenidos de la víctima y los acusados.

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Volviendo con #Malditos 16, la historia nos sirve para conocer el drama de Ali (Andrea Dueso), Dylan (Juan de Vera), Naima (Paula Muñoz) y Rober (Guillermo de los Santos), cuatro jóvenes que intentaron suicidarse. La obra se inicia cuando el equipo médico del hospital donde permanecieron ingresados, formado por Sergio (David Tortosa) y Violeta (Rocío Vidal), les ofrece participar en un taller para ayudar a adolescentes en su misma situación, lo cual les llevará a reabrir heridas y a reencontrarse con todos esos fantasmas del pasado que creían olvidados. El texto pretende evidenciar además un problema en absoluto desdeñable como es la falta de recursos que sufren algunos centros educativos pues, como decía el propio autor durante su intervención, es inconcebible, por ejemplo, que haya un solo orientador para mil alumnos. 

Y, si hablamos de suicidio adolescente, no podemos evitar enlazar con Por trece razones. Sin embargo, en palabras de Nando, lo que más diferencia su propuesta de la popular serie de Netflix es que en su obra nunca se llega a exhibir la violencia de forma explícita y, lo que es más importante, no se presenta el suicidio como una victoria sobre los agresores. En este sentido, el principal riesgo que corre la ficción creada por Brian Yorkey radica en mostrarnos a la víctima interactuando con el protagonista incluso cuando ella ya ha fallecido, lo cual puede llevar a una «idealización» de esa conducta por parte de algunos adolescentes, pero la triste realidad es que aquel que cumple su propósito no vuelve para contarlo. El suicidio no es un acto valiente o cobarde; es simplemente un acto multicausal, aclaró el escritor.

Ante realidades dolorosas como la depresión, el suicidio, el racismo, la homofobia, la transfobia, etc., la solución no consiste en ocultarlas o negarlas sino en abordarlas de frente para tomar conciencia de ellas y poder prevenirlas buscando soluciones constructivas al respecto. En una era digital de seres perfectos que vive a golpe de like, donde ir al psicólogo poco a poco deja de estar cada vez menos estigmatizado, la sociedad necesita más propuestas valientes como estas.

Aunque las dos obras que os he traído sean bastante diferentes tanto en apuesta formal como en contenido, ambas coinciden en ese compromiso social con los más vulnerables. Y es que la buena literatura, lejos de ser un panfleto, combina entretenimiento y reflexión.

«Malasaña 32»: poltergeist a la madrileña

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A los enorgullecidos reticentes y alérgicos al cine patrio, que consideran que todas las historias son puras españoladas (con despelote incluido), humildemente les aconsejo que vean más películas en general y en especial las últimas que se están rodando, y es que, haciendo honor al título que pone nombre a este blog, en la variedad está el gusto. Así, en la cartelera (y las plataformas de streaming) conviven la comedia romántica (Requisitos para ser una persona normal), el musical (La llamada), el drama (La trinchera infinita), el thriller (Legado en los huesos) y el terror. Aunque, como casi en todo, este es un género donde hemos ido a la zaga de Hollywood, no debe olvidarse la maestría de ciertos cineastas como Narciso Ibáñez Serrador (La residencia), Alejandro Amenábar (Tesis), Juan Antonio Bayona (El orfanato), Guillem Morales (Los ojos de Julia) o Jaume Balagueró y Paco Plaza (con la saga Rec) que han sabido plasmar su sello personal.

Inspirándose parcialmente en hechos reales, Albert Pintó ha creado con Malasaña 32 una más que solvente película de terror a la vieja usanza. Sin duda, como ya han señalado muchos, resulta imposible no establecer paralelismos entre esta película y Verónica (2017) de Paco Plaza tanto a nivel de historia como de ambientación castiza donde pueden verse influencias del neorrealismo en ese reflejo de las penurias de una familia de pueblo que se traslada a vivir a la capital en busca de un futuro mejor a finales de los años 70. Esto permitirá a su director ofrecer una particular radiografía de la sociedad española durante la Transición bajo el prisma del terror sobrenatural como ya hizo Babak Anvari con la sociedad iraní de los años 80 en Under the shadow (2016).

A partir de esa premisa, la película sigue el esquema habitual del «cine de casas encantadas» en una historia que se nutre de algunos referentes clave del género como Poltergeist (1982) de Tobe Hooper (o Steven Spielberg (que legalmente por contrato no podía rodar otra película más ya que ese mismo año había filmado Et el extraterrestre)), Insidious (2010) y Expediente Warren (2013) de James Wan e incluso Alien: el octavo pasajero (1979) de Ridley Scott en esa mano emergiendo del televisor que recuerda al repulsivo viola-caras conocido como facehugger.

«Jojo Rabbit»: el nazismo visto a través de la óptica infantil

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Con un estilo que bebe de algunos planteamientos formales (encuadres, colores y ciertos diálogos repletos de humor negro) del cine de Quentin Tarantino (Malditos bastardos (2009)) y Wes Anderson (Moonrise kingdom (2012)), el neozelandés Taika Waititi evoca el reino de la infancia desde los ojos de un niño alemán, Jojo Betzler (auténtica joya la interpretación que nos regala el jovencísimo actor revelación Roman Griffin Davis).

Para Jojo las nociones del bien y del mal están comenzando a definirse, especialmente a partir del sorprendente descubrimiento de que su madre (Scarlett Johanson) oculta a una niña judía (Thomasin McKenzie) en el ático de la casa. Entre ambos muchachos irá estableciéndose un vínculo de amistad que llevará al pequeño a cuestionarse todas esas ideas que le han transmitido mediante la educación y la propaganda (geniales esos títulos de crédito iniciales donde se llega a equiparar el fervor que despertó Hitler con el fenómeno fan de los Beatles). Viendo la película, resulta imposible además no recordar otras amistades imposibles como la de El niño con el pijama de rayas La ladrona de libros.

No suele ser habitual que el punto de vista adoptado sea el del bando alemán, pudiendo citarse como ejemplos destacados, aparte de los ya mencionados, Sophie Scholl. Los últimos días (2005) de Marc Rothemund;  Lore (2012) de Cate Shortland o la miniserie Hijos del Tercer Reich (2013) de Philipp Kadelbach, y es que, un error en el que tiende a incurrir el cine a la hora de abordar el nazismo es el de meter en el mismo saco a toda la población alemana sin tener en cuenta las historias personales.

La película alterna los momentos más delirantes y absurdos con alguna secuencia dramática, pero sin llegar a recrearse jamás en la tristeza ni en la tragedia, pues como se nos dice al final en un poema de Rilke:

«Deja que todo te suceda:

belleza y terror.

Solo continúa.

Ningún sentimiento es definitivo.»

Efectivamente, ningún sentimiento es definitivo, ni siquiera el terror. De igual modo, las conversaciones que mantiene el protagonista con su ridículo amigo imaginario, Adolf Hitler (interpretado por el propio Waititi), apenas desentonan con el resto de la realidad que le rodea pues todo parece estar contagiado por su particular delirio infantil. Para Jojo, la imaginación resulta la única manera que tiene de enfrentarse a la realidad, al igual que le pasaba a Guido en La vida es bella (1997) o a Conor en Un monstruo viene a verme (2016).

No cabe duda de que la película pasará a integrar esa lista inabarcable de obras protagonizadas por seres quijotescos que terminan creando otra realidad fantástica y alternativa como vía de escape de la monótona, asfixiante y opresiva existencia. Estoy pensando en El espíritu de la colmena (1973) de Víctor Erice; Amélie (2001) de Jean Pierre Jeunet; Big Fish (2003) de Tim Burton; Tideland (2005) de Terry Gilliam; El laberinto del fauno (2006) de Guillermo del Toro; Odette, una comedia sobre la felicidad (2007) de Eric-Emmanuel Schmitt; Un puente hacia Tetabithia (2007) de Gábor Csupó; Sucker Punch (2011) de Zack Snyder; La habitación (2016) de Lenny Abrahamson; I kill giants (2017) de Anders Walter o la serie Maniac (2018) de Cary Fukunaga.


En definitiva, una ácida comedia con el fino y justo toque de dramatismo (sin resultar lacrimógeno) que nos habla sobre la infancia y esa transición o no al mundo de los adultos.