«Tenet»: cuando Bond y «Casablanca» conocieron los viajes en el tiempo

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«Segundas partes nunca fueron buenas» es una sentencia que no siempre se cumple. Y ahí está Christopher Nolan para demostrarlo como ya hizo en su Trilogía del Caballero Oscuro, donde reinventó en clave realista y trágico-existencialista al icónico personaje de DC, sentando las bases de su personal estilo (visual, sonoro y narrativo).
En Tenet, el británico se rodea de un atractivo elenco de estrellas para contar una historia «clásica» de espías salpicada de viajes en el tiempo.

En su trama de espionaje resulta inevitable no pensar en 007. Ahí está el agente protagonista (John David Washington, hijo de Denzel Washington) que debe poner sus habilidades al servicio de Priya (Dimple Kapadia), una especie de M, para enfrentarse a un malo malísimo (encarnado por un soberbio y aterrador Kenneth Branagh) y evitar así la Tercera Guerra Mundial. En su camino no estará solo y contará con la ayuda de otro agente llamado Neil (Robert Pattinson) y de Kat, una elegantísima Elisabeth Debicki como femme fatale, actriz a la que muchos de nosotros descubrimos en 2013 en la excelente, excesiva y deslumbrante El Gran Gatsby de Baz Luhrman. Hablaba de la creación de Ian Flemming como referencia incuestionable, pero tampoco sería descabellado mencionar Casablanca e incluso Gilda en cuanto al conflicto personal que vive el protagonista. Y es que, más allá de la guerra que se pretende evitar o de todas esas persecuciones que cortan el aliento, Tenet no deja de ser una historia de amor «imposible» regida por los códigos del cine negro, con todo lo que ello implica. Eso en cuanto a la acción de espías, aunque si hablamos de viajes y paradojas temporales, son innumerables los ejemplos que nos vienen a la cabeza: La jetée, Regreso al futuroTerminator, El efecto mariposa, 12 monos, Harry Potter y el prisionero de Azkaban, Looper, Al filo del mañana, Los cronocrímenes o Durante la tormenta.

¿Quiere esto decir que Tenet carezca de originalidad? En absoluto, pero tampoco es la novedosa historia que nos han querido vender. Y, sin embargo, ¿qué es lo que hace que nos parezca que sí lo es y que esta cinta se sitúe entre los mejores trabajos de Nolan y, por qué no decirlo, entre los grandes estrenos de este año? De hecho, no podría haber sido mejor el regreso a los salas tras el cierre al que obligó la dichosa pandemia —también añadiré y contradiciendo a algunos de mis compañeros que tampoco he echado demasiado de menos el ir al cine (lo que más, el olor a palomitas mezclado con ambientador) pues el confinamiento me ha permitido descubrir algunos clásicos que tenía pendientes en esa vorágine de estrenos incesantes, sobre todo, en lo que a las grandes plataformas de streaming se refiere. Nada nuevo hay bajo el sol y lo que hace de Nolan un director que, pese a enmarcarse en el blockbuster más comercial, no pierde su sello característico (al igual que les sucede a Fincher, Spielberg o Snyder) se debe al hecho de revestir todas sus historias con una «trascendencia» grandilocuente que queda reflejada tanto en los diálogos (a veces no llegamos ni siquiera a comprender del todo aquello de lo que hablan los personajes) como en la espléndida fotografía y en la banda sonora. Lo que podría verse como una cierta pedantería y afectación de estilo, se le perdona a un creador que no renuncia (salvo en la sobrevalorada y lenta Dunkerque) a su objetivo de entretener (para mí el fundamental de cualquier película que se precie (pese a ciera clase de esnobismo que se encarga de percibir y denunciar el entretenimiento como algo que reduce la calidad de un libro o una película). Al final, Tenet termina siendo una montaña rusa de emociones que te mantienen pegado a la butaca desde el primero hasta el último fotograma.

«Diferente»: un cómic diferente

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Diferente (2019) es una propuesta de cómic interesantísima donde han participado 140 artistas. Con un guion a cargo de I.L. Escudero, el libro nos presenta a Jana, una chica cuya realidad no deja de cambiar por un trastorno/don que padece. Al final, el hecho de que cada página esté realizada por un artista diferente (con su particular estilo) funciona como un recurso metaficcional que ayuda al desarrollo de la trama para conocer la psicología de la protagonista.

Aunque la historia se desinfle y pierda fuelle en su tramo final, se trata de una obra destacada y original que guarda puntos en común con Don Quijote o la serie Undone (2019) creada por Bob-Waksberg y Purdy en cuanto al enfoque de los trastornos mentales. Y es que, ¿qué pasaría si la realidad que ven los «enfermos» mentales fuese la auténtica?

«Lo que más me gusta son los monstruos»: un bildungsroman pulp

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Uno de los últimos fenómenos dentro del mundo del cómic ha sido Lo que más me gusta son los monstruos (2017) de Emil Ferris. Realizada íntegramente con boli Bic, esta novela gráfica (de la que queda por salir su segunda parte) se ambienta en Chicago durante la década de los 60. Karen Reyes, la protagonista de esta peculiar historia, es una niña empeñada en resolver el misterio que envuelve al asesinato de su vecina, la bella y enigmática Anka Silverberg, superviviente judía de la Alemania nazi.

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La investigación llevará a Karen a conocer la traumática infancia de su vecina al mismo tiempo que tendrá que lidiar con el bullying, su orientación sexual, la relación con su hermano o la enfermedad de su madre. El libro no escatima los detalles más escabrosos, pero todo ello aparece tamizado desde la visión infantil al igual que sucedía en la novela El niño con el pijama de rayas de John Boyne o en la película Jojo Rabbit de Taika Waititi.

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Con un estilo que homenajea las publicaciones pulp y las películas de terror de serie B, la obra nos enseña, como ya han hecho antes Stephen King (It) o Guillermo del Toro (La forma del agua), que los peores monstruos suelen ser los humanos y que a veces los monstruos (vampiros, licántropos, etc) son solamente seres incomprendidos que, al igual que Karen o Anka, buscan su lugar en el mundo.

«The fade out»: Hollywood y la fábrica de los sueños rotos

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The fade out (2014-2016) de Ed Brubaker y Sean Philips es posiblemente uno de los mejores cómics que he leído en mi vida junto con Tintín, Maus, Persépolis y Murena. Con claras reminiscencias de la novela negra de James Elroy (La dalia negra), la historia nos sumerge en el Hollywood de 1948, un Hollywood de sombras donde no es oro todo lo que reluce. Allí conoceremos a Charlie Parish, un guionista en horas bajas de una película cuya actriz principal, Valeria Sommers, ha sido asesinada. A partir de ahí, el protagonista tratará de descubrir la verdad sacando a la luz los trapos sucios de la fábrica de los sueños. Quien haya disfrutado de la serie Hollywood de Ryan Murphy, disfrutará también con este acercamiento a la sordidez de una industria empeñada en ocultar las miserias de sus estrellas, en el fondo juguetes rotos que sufrieron abusos y las terribles secuelas de la guerra o la caza de brujas del senador McCarthy. Ante esto, muchos se refugiaron en el alcohol o en el sexo; otros, en ambos.

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En una época demasiado cansada de sufrir desgracias, el público prefería ver la vida falseada y «arreglada» de sus laureadas e inmaculadas estrellas. En ciertas ocasiones es, como si el mundo prefiriese vivir engañado  dentro de una descomunal mentira, sobre todo cuando la verdad es demasiado insoportable o cuando esta no se adapta a lo que ellos habían imaginado que tenía que ser.

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«Fin de siglo»: breve encuentro en Barcelona

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Desde su preestreno mucho se había hablado de esta sencilla y perfecta pieza alabando su naturalidad y veracidad. Ayer pude por fin comprobarlo y he de decir que me encandiló profundamente desde el primero hasta el último de sus fotogramas. Fin de siglo sirve como una ventana de exploración a la forma en que discurren muchas vidas homosexuales hoy en día, desde las dudas iniciales hasta la plena aceptación de la orientación a lo largo de sus 84 minutos. La cinta de Lucio Castro posee elementos universales que permiten la inevitable identificación con alguno de sus dos protagonistas, pero sin renunciar por ello a contar de manera original una historia única donde seremos testigos de la hermosa relación entre Javi (Ramón Pujol) y Ocho (Juan Barberini), dos seres solitarios cuyas vidas parecen destinadas a cruzarse cada cierto tiempo en la monotonía de la ciudad de Barcelona.

Al igual que en Breve encuentro (1945) de David Lean, la trilogía Antes de… (1995-2004-2013) de Richard Linklater, En la cama (2005) de Matías Bize, Weekend (2011) de Andrew Haigh o Anomalisa (2015) de Charlie Kaufman y Duke Johnson, el romance deja paso a otros temas como las expectativas vitales y las decisiones que cuesta tomar por la falta de atrevimiento, todo ello con el trasfondo del inevitable devenir del tiempo, que transforma las vidas y las propias decisiones de los protagonistas y es que, al final, estas historias lanzan una pregunta incómoda a la que todos nosotros, homosexuales o heterosexuales, hemos tenido que enfrentarnos o habremos de hacerlo tarde o temprano: ¿la vida que llevo es la que realmente quiero? Y ante eso, la ficción nos ofrecen alternativas que comienzan por un osado ¿Y si…?

El mito del vampiro

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Antes de que estallase toda esta extraña situación, cuando el coronavirus seguía siendo algo lejano y ajeno a nosotros, cuando todavía podíamos relacionarnos sin temor a contagiarnos, antes de que el aislamiento que intuía en la sociedad se convirtiese paradójicamente en una realidad para combatir la enfermedad, pude ver una exposición en CaixaForum Madrid titulada Vampiros. En ella se ofrecía un recorrido histórico por la evolución del mito de esta eterna criatura, un mito que, si bien se puede rastrear en el folclore y las supersticiones ancestrales de muchos pueblos, no sería hasta la literatura gótica del siglo XIX que proliferara su presencia, con la publicación de la novela que habría de marcar un hito en el panorama de la cultura: Drácula (1897) del irlandés Bram Stoker. Para componerla, el autor recurrió a dos personajes históricos, Vlad Tepes el Empalador (1431-1476) y la condesa sangrienta Isabel Báthory (1560-1614). Basándose en ellos y en leyendas populares, la novela (que luego fue adaptada al teatro por el mismo escritor en 1897) dejó fijadas algunas de las características fundamentales del vampiro que nos han llegado hasta nuestros días: incapacidad de reflejarse en los espejos, satanismo e insaciable sed de sangre para conservar la juventud. A pesar de que Drácula supone la cima del monstruo, dos obras habían sido publicadas con anterioridad, sirviendo de inspiración a Stoker: El vampiro (1819) de John William Polidori y Carmilla (1872) de Sheridan Le Fanu, referencias obligadas para todo aquel interesado en rastrear los orígenes y las fuentes del conde transilvano.

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Nuestro país tampoco fue ajeno a la presencia del vampiro y así uno de nuestros más renombrados artistas, Francisco de Goya, se aproximó al tema en algunos de los grabados que integran la serie de sus «Caprichos». En algunas de estas ilustraciones como El sueño de la razón produce monstruos, el aragonés representó los males derivados de la violencia como criaturas a medio camino entre los murciélagos y las estirges. Y, aunque no apareciese en la exposición, otro caso llamativo en nuestras letras por la «escasa repercusión» que tuvo  fue la publicación en 1960 de la novela Las historias naturales de Joan Perucho, magnífico y entretenido libro del que tuve conocimiento gracias a mi hermano. Con el trasfondo histórico de las guerras carlistas en la Terra Alta catalana del siglo XIX, la novela nos narra las aventuras del científico Antoni de Montpalau, al cual se le asigna la misión de acabar con el vampiro Onofre de Dip, que, incapaz de contener su sed de sangre, está sembrando el pánico en la región.

Si la literatura marcó la culminación del mito, el séptimo arte extendió y popularizó todavía más su imagen. En este sentido, y como se comentaba en uno de los carteles de la exposición, ¿no sería el cine, arte de la ilusión donde las estrellas no envejecen jamás, el arte vampírico por antonomasia? Dentro de todas las cintas que se han aproximado al personaje de Stoker, han sido dos las que han alcanzado mayor relevancia hasta el punto de que muchos de nosotros, si nos pidiesen que imagináramos al conde Drácula, seguramente pensaríamos en la sombra expresionista del Nosferatu de Murnau o en Béla Lugosi.

Todas estas películas y las que siguieron su estela incidieron en el carácter demoníaco del monstruo, pero habría que esperar todavía a los años 90 para ver en pantalla una interesante relectura de la figura como un antihéroe romántico con el clásico de Francis Ford Coppola de 1992 (en mi opinión la adaptación más fiel de Bram Stoker) y con Entrevista con el vampiro (1994) de Neil Jordan, basada a su vez en la novela homónima de Anne Rice, donde además se dejaba entrever un claro homoerotismo entre Lestat/Tom Cruise y Louis/Brad Pitt. El monstruo no perdería su sed de sangre, pero sí sufriría un proceso de humanización, de manera similar a lo que pasó con la relectura de la sirena que hizo Andersen en el siglo XIX, criatura que hasta entonces había significado la perdición del hombre.  Sin embargo, sería la popular saga Crepúsculo de Stephenie Meyer (por mucho que les pese a algunos (incluso a aquellos millenials que encumbraron tanto las novelas como las adaptaciones y ahora reniegan de ellas)) la que supondría la completa humanización del vampiro como héroe teen capaz de enamorar a una joven apocada, trasunto de muchas adolescentes que devoraban aquella historia actualizada de Romeo y Julieta en clave vampírico-licántropa con el sueño de ser ellas la nueva Bella Swan. El éxito se tradujo en una larga lista de obras que copiaban descaradamente el molde establecido por Meyer explotando la fórmula de la gallina de los huevos de oro. Aun así, dentro de ese agotamiento y aparente falta de originalidad de los que empezaba a adolecer el género (que incluso fue parodiado en Híncame el diente (2010) de Jason Friedberg y Aaron Seltzerg) podrían citarse algunos casos excepcionales y tremendamente llamativos como Déjame entrar (2008) de Tomas Alfredson y Solo los amantes sobreviven (2013) de Jim Jarmusch.

La atemporalidad del vampiro ha trascendido las fronteras puramente ficcionales sirviendo de metáfora política y social para denunciar por ejemplo los defectos del  sistema capitalista que oprime y desangra a sus ciudadanos o para incluir un mensaje de empoderamiento femenino como sucede en Una chica vuelve a casa sola de noche (2014) de Ana Lily Amirpour, donde una vampiresa justiciera recorre las calles de una ciudad iraní tratando de defender a todas esas mujeres que son atacadas por hombres.

Uno de los grandes atractivos de la exposición ha sido precisamente esa muestra sobre cómo las distintas épocas y generaciones se han aproximado de una u otra manera a un ser tan aterrador como seductor y atractivo.

Os dejo aquí uno de los paneles con los que finalizaba el recorrido lanzando una serie de preguntas para la reflexión.

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La odisea de Adú

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La cinta de Salvador Calvo constituye una desgarradora pero necesaria película de historias entrelazadas que muestra el drama de la inmigración a través de los ojos de diversos personajes: un activista medioambiental preocupado por salvar elefantes (Luis Tosar), su rebelde hija (Ana Castillo), un guardia civil que trabaja en la valla de Melilla (Álvaro Cervantes) y Adú (Moustapha Oumarou), el verdadero protagonista quien junto a Massar (Adam Nourou) intentará escapar de la cruda realidad de su país.
La «ficción» no disfraza episodios desagradables como el abuso y la prostitución infantil para que su mensaje social de denuncia quede más claro todavía, pero lo hace de manera elegante y sutil sin caer en la gratuidad y equilibrando los episodios más distendidos con los dramáticos hasta derivar en momentos verdaderamente emotivos, a lo cual contribuye también la magnífica banda sonora de Roque Baños.

Si El cuaderno de Sara (2018) de Norberto López Amado nos mostraba las consecuencias del tráfico del coltán, mineral con el que se elaboran nuestros teléfonos móviles, Adú dirige su mirada hacia la inmigración, incidiendo especialmente en los afectados más vulnerables, los niños, víctimas incuestionables de la violencia y de la pobreza, como ya hicieron Fernando Meirelles y Katia Lund en Ciudad de Dios (2002); Danny Boyle en Slumdog Millionaire (2009), Garth David en Lion (2016) o Nadine Labaki en Cafarnaúm (2018), y cuyos precedentes más antiguos en literatura podrían rastrearse en la narrativa picaresca de los siglos XVI y XVII o en la literatura realista del XIX de Charles Dickens (Oliver Twist) y Benito Pérez Galdós (Marianela), corrientes todas ellas preocupadas por dar voz a quienes no podían expresarse.
Acostumbrados a ver a diario en las noticias la triste realidad de personas saltando la valla en busca de un futuro mejor, al final hemos terminado desensibilizados, asumiendo la situación como algo normal y cotidiano dentro nuestra comodidad. En este sentido, el cine puede volver a hacernos tomar conciencia al ponerles nombre y cara a todas esas personas que sufren a diario la deshumanización de los que no saben cómo reaccionar.

«Onward»: una road movie de fantasía

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Acabo de salir del cine y todavía sigo emocionado después de ver esta hermosa fantasía épica con tintes de road movie que me ha tocado la patatilla, una película sobre una madre y sus dos hijos distanciados que buscan traer de vuelta al padre fallecido por un día. La animación de Dan Scanlon se ambienta en un mundo poblado por legendarias y mitológicas criaturas que han olvidado el poder de la magia a raíz de los avances tecnológicos, algo que me ha traído a la memoria el espléndido prólogo de La joven del agua (2006) de M. Night Shyamalan.

El viaje, como viene siendo habitual en este tipo de ficciones, les permite a los protagonistas sincerarse y ganar confianza en sí mismos. No cabe ninguna duda de que Disney Pixar conoce cada uno de los resortes necesarios para tocar la fibra sensible del espectador. En tres de sus últimos trabajos, Coco (2017), Onward (2020) y Soul (todavía por estrenar), el estudio se ha propuesto tocar un tema como la muerte con el fin de ahondar en las relaciones familiares, el mundo de los recuerdos y las cosas esenciales que olvidamos muchas veces. Una película muy recomendable para todas las edades.

«El hombre invisible»: el acosador fantasma

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En el libro II de La República, Platón presentó el mito del anillo de Giges, un objeto mágico capaz de otorgar la invisibilidad a su portador. Con ello pretendía reflexionar sobre cómo las personas, en el momento en que dejan de ser vigiladas, cometen injusticias. La idea ha servido de inspiración a numerosas obras posteriores como El Señor de los Anillos o el caso que nos ocupa.

La novela del británico H. G. Welles, maestro fundador de la ciencia ficción junto con Julio Verne en el siglo XIX, ha conocido diversas e interesantes relecturas cinematográficas entre las que merecería la pena destacar aquella de 1933 dirigida por James Whale y protagonizada por Claude Rains; la de Paul Verhoeven, El hombre sin sombra (2000) y la cinta de Leigh Whannell que comentaré a continuación.
Elisabeth Moss cuelga la cofia de criada para encarnar a Cecilia, una mujer víctima de la violencia de género que una noche decide abandonar a su esposo, Adrian (Oliver Jackson-Cohen). Meses después, recibe la noticia de que este se ha suicidado, pasando a ser la única heredera de la fortuna con una sola condición: que no la declaren incapacitada mental. Poco a poco, Cecilia empezará a sentir la presencia amenazante e invisible de Adrian, llegando a ponerse en tela de juicio su cordura y credibilidad de víctima, tema este que ya ha sido abordado en Luz que agoniza (1944) de George Cukor o en la serie de Netflix, Creedme, basada a su vez en un caso real de violación en el que la víctima fue acusada injustamente de haberse inventado la agresión.

De forma parecida a lo que ya han hecho otras ficciones como Sola en la oscuridad (1967), Los ojos de Julia (2010), La víctima perfecta (2011), Mientras duermes (2011), Hush (2016) o la serie You (2018), la película de Whannell nos sumerge en la vulnerabilidad e impotencia de una mujer que es acechada por un acosador (stalker) invisible. Lo que podría verse inicialmente como una estampa gratuita de violencia contra el sexo femenino termina siendo un alegato contra esa lacra que, por desgracia, sigue encabezando los titulares de algunas noticias, un cine social surgido con el propósito de concienciar sobre un tema aún vigente y cuyos precedentes más claros serían Nunca más (2002) de Michael Apted y, en nuestro país, el desgarrador relato de Te doy mis ojos (2003) de Icíar Bollaín.

La ficción de Whannell entroncaría además con un grupo de películas como Alien: el octavo pasajero (1979); La extraña que hay en ti (2007); Maléfica (2014); Tres anuncios a las afueras (2017); La noche de Halloween (2018); Terminator: destino oscuro (2019); Underwater (2020) o Aves de presa (y la fantabulosa emancipación de Harley Quinn) (2020), trabajos muy diferentes unos de otros, como es evidente, pero que comparten un clarísimo mensaje de empoderamiento femenino. En todos ellos, las mujeres pasan de ser meras víctimas indefensas de asesinos, acosadores y villanos despiadados a defensoras y valedoras de su propio destino que deciden tomarse la justicia por su mano. Ya no necesitan a un hombre que las rescate ni a ningún «héroe mesiánico» que las libere o que se sacrifique sino que ellas mismas se convierten en (anti)heroínas capaces de acometer cualquier peligro.
En un género como el del terror (concretamente en el slasher),  paradigma de ese uso reiterado del tópico de la mujer (scream queen) como ser pasivo que huía de su asaltante lanzando gritos, resulta relevante esa vuelta de tuerca que ha proliferado en las últimas décadas. Dos de los casos más significativos serían las ya citadas La noche de Halloween y Terminator: destino oscuro, secuelas directas de sus respectivos clásicos originales, donde sus protagonistas, heroínas ya maduras, se alejan de sus versiones juveniles de víctimas, sirviendo como claro ejemplo de ese necesario cambio de mentalidad que  ha experimentando la sociedad a raíz de la influencia de las corrientes feministas, aunque podrían rastrearse ejemplos de este tipo de heroínas en el campo de la literatura cuando no existía todavía una conciencia clara de lo que implicaba ser feminista. Así, en su conocido drama Fuenteovejuna (1619), Lope de Vega convirtió a Laurencia, víctima de los desmanes del comendador, en una mujer fuerte que no duda en acusar a su agresor.

Tanto Laurie Strode (Jamie Lee Curtis) como Sarah Connor (Linda Hamilton) han pasado de ser víctimas que huían a mujeres capaces de empuñar un arma de fuego para defenderse, de donde se extrae además una lectura a favor de la tenencia de armas, controvertida cuestión esta que sigue preocupando a la sociedad norteamericana. En ambas ficciones se produce una clara inversión de roles: el cazador se convierte en presa de su víctima.

En el caso de El hombre invisible, la primera mitad de metraje se mueve dentro de los esquemas tradicionales del thriller psicológico hasta desembocar en un segundo acto repleto de acción. Quizá sea en la primera mitad donde resida el mayor acierto de la película al basar esta toda la tensión en la sugerencia, de manera similar a lo que ya hizo en su momento Spielberg en Tiburón (1975), donde el espectador no conseguía ver al escualo hasta la segunda mitad de la trama. Al final, no es tanto lo que se ve sino lo que se cree que pueda haber, esa amenaza invisible y terrorífica que termina actuando como metáfora «real» de las secuelas que podría arrastrar una víctima de violencia de género o de cualquier otro tipo de experiencia traumática, temática que fue retratada magistralmente por Sean Durkin en Martha Marcy May Marlene (2011), cinta que seguía los pasos de una chica que había decidido salirse de una secta.

Como decía, la película cumple con creces su objetivo de tener al espectador con el corazón en un puño.

Los viajes gastronómicos

Sabido es de sobra que una de las múltiples formas de conocer un país reside en probar su gastronomía. Resulta esto tan interesante como el proceso mediante el cual un sabor puede activar en el cerebro un sinfín de evocaciones. Si no, que se lo digan a Proust y el afluente de recuerdos que despertó en su memoria el simple aroma de una magdalena. Una de las ventajas que ha traído consigo la globalización es la reducción de las fronteras entre las diversas naciones. Precisamente lo que me propongo en este post es ofrecer a los foodies o comidistas viajeros una pequeñísima guía de algunos restaurantes que más me han gustado en mis visitas a Madrid, todos con precios bastante asequibles.

Uno de ellos es el «Patacón Pisao» en la calle de las Delicias, especializado en gastronomía colombiana. Como no podía ser de otro modo, aquí me pedí la bandeja paisa, plato estrella de la cocina antioqueña compuesto por diversos ingredientes: chorizo, tocino, arroz, patacón o plátano macho tostado, aguacate, huevo frito, arepa (torta a base de maíz) y frijoles.

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Con semejante guiso tan contundente, terminé más que satisfecho. 

Ahora nos trasladamos al popular Barrio de las Letras y concretamente a la calle Ventura de la Vega donde encontraremos dos restaurantes, uno casi enfrente del otro. El primero es el «Inti de Oro».

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En él podrás degustar algunas de las recetas más características de Perú como el famoso ceviche (con pescado marinado con cítricos), los tamales (que están presentes en casi toda Hispanoamérica, aunque con particularidades regionales), la causa limeña (con base de papa amarilla),  o postres tan refrescantes y deliciosos como el pie de limón.

En una cocina que tiende con mayor frecuencia a la fusión, cada vez resulta más complicado encontrar locales que ofrezcan comida especializada y estos lo consiguen.
El otro es el Chaparrito, dedicado a la cocina mexicana.

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Aquí podrás degustar algunos platos tan ricos y picantes como la cochinita pibil o los chilaquiles. Por cierto, en Ciudad Real tienes el «Taco Tapa», que tampoco se queda atrás en su oferta gastronómica azteca.

Por último, viajaremos a Japón de la mano del «Ramen Kagura», situado en la calle de las Fuentes, cerca de Ópera. Hace cuatro años que vi comiendo este plato nipón (elaborado con fideos japoneses y caldo de carne) a los protagonistas de la película Your name de Makoto Shinkai. Desde entonces surgió en mí la curiosidad por querer degustar los mismos sabores que aquellos personajes; era como una manera de sentir lo que ellos sentían, imagino que como cuando alguien decide ir a Nueva York y tomarse un croisant frente a Tiffany en un deseo de emular a Audrey. Luego, una prima me habló maravillas de este restaurante y lo demás, ya te imaginas. Si vas y te decides finalmente a guardar una hora de cola, casi como si estuvieses a las puertas del Cielo, descubrirás que mereció la pena.

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Gran experiencia gastronómica en este modesto restaurante que, para muchos, sirve uno de los mejores ramen japoneses de la capital. Doy fe.