Cuando se habla de la finalidad de la literatura en el instituto se nos explica que esta es la de conmover, entretener, hacer reflexionar, instruir, pero rara vez (por no decir, nunca), se nos cuenta que el fin del arte es trascender el tiempo para combatir así el insoportable (e inconsciente) miedo al olvido.
El ser humano teme desaparecer, esfumarse y que nadie lo recuerde. Por eso tiene hijos, por eso escribe, pinta o hace fotos. En el fondo, para que su descendencia, su obra le sobreviva. Ante la damnatio memoriae a la que pretenden condenarnos algunos, los envidiosos y el mismo e implacable tiempo, que no hace concesiones, los autores escribimos a pesar de ello, o tal vez sería más correcto decir «sobre todo por ello». Porque las palabras y los colores que empleamos contienen fragmentos de nosotros que trascienden el inexorable poder de Cronos.
Miguel Ángel, Cervantes, Shakespeare, Lope, Velázquez, Cánova, Gaudí, Zafón son recordados no por sí mismos sino por las obras que crearon. Escribiendo, pintando o esculpiendo se aseguraron su permanencia aun cuando sus vidas se extinguieron. En verdad, su existencia se prolongó a través de la tinta de generaciones que accedieron a esos mundos paralelos que crearon, trasunto de los suyos.